Autor: P. Eugenio Martín Elío, L.C.

A pesar de que los seres humanos andamos a tientas en el mundo de los seres espirituales, me llama mucho la atención el hecho de que apenas pretendemos entrar en relación con ellos sentimos la necesidad de indagar su nombre. Al menos es lo que nos cuentan algunas narraciones bíblicas sobre apariciones de ángeles. Así lo refieren los sacerdotes exorcistas, que en sus rituales exigen a los demonios que, en nombre de Cristo, manifiesten su nombre. Pero también parece suceder en las apariciones marianas más populares aprobadas por la Iglesia.

En el relato del Nican Mopohua, que recoge la aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, se presentó como “la Madre de Dios, por quien se vive” al indito san Juan Diego, el 12 de diciembre de 1531. “Yo soy la Inmaculada Concepción”, le dijo a Santa Bernardette, ante la reiterada petición de que revelara su nombre en las apariciones del 25 de marzo de 1858 en Lourdes. El dogma católico de la Inmaculada Concepción de la Virgen María había sido proclamado apenas tres años antes, pero no figuraba en el bagaje cultural de esa niña analfabeta de apenas 14 años.

En el caso de las apariciones de Fátima, los pastorcitos le preguntan: “¿de dónde es usted?” en la primera aparición que tuvo lugar el 13 de mayo de 1917 en Cova da Iria. “Quisiera preguntarle quién es usted”, se animó a decirle Lucía en la tercera aparición. A lo que la Virgen respondió: “Continuad viniendo aquí todos los meses. En octubre diré quién soy y lo que quiero, y haré un milagro que todos han de ver para que crean”. Y efectivamente, en la última aparición reveló su nombre y su petición: ”Hagan aquí una capilla en mi honor, que soy la Señora del Rosario; que continúen siempre rezando el rosario todos los días. La guerra va a acabar y los militares volverán en breve para sus casas”.

Todos los mensajes de las apariciones de Fátima, están ligados a esta forma de oración, que fue la predilecta del Papa Juan Pablo II. En su carta apostólica Rosarium Virginis Mariae define el rosario como un extraordinario medio de santificación: “Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor” (n. 1).

Como ha documentado el historiador contemporáneo Antonio Socci en su libro “Los nuevos perseguidos”, sólo en el siglo XX el número de mártires de la iglesia católica ha sido mayor que el de los que dieron su vida por Cristo a lo largo de los XIX siglos precedentes. Esa montaña de muertos que la Señora de Fátima mostró a los pastorcitos en la visión del así llamado “tercer secreto”, encontraron en Cristo y su contemplación la fortaleza para dar testimonio de su fe hasta el derramamiento de la propia sangre. El mismo Papa Juan Pablo II suspiró “Madre mía” cuando cayó abatido por el disparo de Alí Agcá y testificó después de volver de las puertas de la muerte, como había sido anunciado en el tercer secreto: “una mano asesina intentó matarme, pero una mano materna desvió la bala”.

Cuando Karol Wojtila, siendo todavía un infante, perdió a su mamá, su padre lo llevó al santuario mariano de Jasna Góra, donde los polacos veneran a la Virgen Negra de Częstochowa, y le dijo: “Hijo, ahí tienes a tu Madre”. Más adelante, cuando ya era sacerdote, quiso consagrarse a María, siguiendo el consejo de San Luis María Grignon de Montfort en su “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen”. Y de él tomó el texto que luego convirtió en su lema, simbolizado en la “M” de su escudo episcopal: “Totus tuus, Maria, ego sum, et omnia mea tua sunt. Accipio te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum Maria” : “Soy todo tuyo, María, y todo lo mío es tuyo. Te recibo como mi todo. ¡Dame tu corazón, oh María!” Ese fue su escudo y el rosario su arma más poderosa.

En el mensaje de Fátima predomina un llamado permanente a nuestra conversión. Y pasa, sin duda, por el rezo del santo Rosario. Repasando los misterios de la vida de Jesucristo, pone nuestro corazón en comunión vital con Él a través del corazón de María. Por eso crece nuestra esperanza en el triunfo del Reino prefigurado en la promesa del Génesis: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya” (3,15). Y realizado en la visión de la “gran señal aparecida en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12, 1). Al final su corazón inmaculado triunfará, porque Ella nos trae a Aquel ante cuyo nombre toda rodilla se doblará y será sometido, en el cielo y en la tierra (Cfr. Fil. 2 10 y Rom 14, 11). ¡Amén!

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1 Comment

Miriam herrera · 26 de junio de 2017 at 9:20 PM

Cuando la virgen entro a mi vida encontré la paz

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