San Félix de Cantalicio
18 de mayo

La vida de San Félix de Cantalicio es como un regatillo de agua clara al servicio de Dios. Hay en esta existencia, del que se puede considerar primer santo capuchino en el siglo XVI, una sublime sencillez, exponente de un alma transparente, purificada día tras día por la caridad, que es la forma más pura del amor.

Nació, vivió y murió en la más extrema pobreza, alabando siempre a Dios y cantando sus glorias.

Tenía él la perfecta alegría de servir a Dios en la persona de sus superiores y hermanos, y, a pesar de su continua mortificación, nunca perdió el buen humor; fruto de su perfecta conformidad con la voluntad de Dios. Decía así: “Buen ánimo, hermano: los ojos en la tierra, el espíritu en el cielo y en la mano el santísimo rosario”.

Tercero de una familia de cinco, nació en Cantalicio, pequeño poblado italiano. Sus padres eran pobres campesinos cuya única riqueza consistía en ofrecer sus hijos a la Religión católica, que les enseñaron desde la cuna.

A los doce años, Félix fue mandado a trabajar en la hacienda de un hombre temeroso de Dios, que cuidaba de él. La infancia y juventud de Félix pueden ser resumidas con estas palabras: pocas letras, mucho trabajo y mucha oración.
Su hermano fray Domingo decía: «Félix es avaro en sus palabras, pero lo poco que dice es siempre bueno».

Pastoreando el ganado del patrón, Félix grababa una cruz en el tronco de algún árbol y, de rodillas, rezaba muchos rosarios. Poco a poco, guiado por el Espíritu Santo, comenzó a hacer meditación durante el trabajo, llegando a la contemplación de Dios en sus obras. Decía: “Todas las criaturas pueden llevarnos a Dios, con tal que sepamos mirarlas con ojos simples”

Asistía a Misa diariamente. Enseñaba el catecismo a los niños, y les daba consejos; embelesaba con su palabra dulce y sencilla.

<<Toda mi ciencia –afirmaba– está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo, y una blanca, la Virgen Inmaculada»

La devoción de Félix a la Virgen se manifestaba a cada paso, en las calles de la Ciudad Eterna, ante las innumerables Madonne que adornan edificios y monumentos. Decía: “Acuérdate que eres mi Madre. Yo soy siempre un pobre niño y los niños no pueden andar sin la ayuda de la madre. No me sueltes jamás de tus manos”.

Un día en que fray Félix rezaba en el convento ante una imagen de Nuestra Señora con el Niño, Ella, según un testigo ocular, le cedió al Niño para que lo acariciase. Este hecho fue inmortalizado en una cuadro del gran pintor Murillo.

Cargado de trabajos, de dolores, pero con una alegría desbordante, presiente su muerte. Y dice: «El pobre jumento ya no caminará más>>
Recibe los sacramentos, se queda en éxtasis, vuelve en sí, pide que le dejen solo. Los frailes le preguntan: «¿Qué ves?» Y él responde: «Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso». Sin haber entrado en agonía, muere el 18 de mayo de 1587, a los setenta y dos años de edad.

He aquí una vida colmada hasta los bordes de santa simplicidad, una vida clara y sencilla, alegre por sacrificada, sublime por humilde, la vida de un lego capuchino del siglo XVI, cuyo perfume llega hasta nuestros días con la fragancia de las más puras esencias de la virtud.

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