NO COMETER ADULTERIO
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)

«No cometerás adulterio» (Dt. 5,17).

En estos tiempos en que la sociedad parece haber querido hacer de este pecado una ley, la Sagrada Escritura continúa repitiendo el mandamiento de Dios: «No cometerás adulterio». Es palabra de Dios, y la palabra de Dios no cambia, corno no cambia su Ley: «Es más fácil que el Cielo y la tierra pasen a que deje de cumplirse una sola tilde de la Ley» (Lc. 16, 17).

Este precepto nos obliga a todos, cada uno según su estado, a guardar la castidad. Los que sienten en sí la vocación para el estado matrimonial están obligados, hasta que llegue el momento de contraer la unión definitiva bendecida por Dios en el sacramento del matrimonio, a guardar castidad, mirándose con respeto, como si fuera un árbol cuyo fruto aún está verde y es preciso que madure, para después poder cogerlo a su tiempo.

Una vez recibido el sacramento del matrimonio, la unión entre los dos es definitiva y no admite partes; es indisoluble mientras los dos vivan. Fue así como Dios instituyó la unión matrimonial y nadie tiene derecho a modificar o transgredir aquello que Dios determinó. Sabemos de esta institución divina por la Sagrada Escritura, cuando ésta describe la creación del género humano: «Dios creó al hombre a Su imagen, lo creó a imagen de Dios; Él los creó hombre y mujer. Bendiciéndolos, Dios les dijo: creced y multiplicaos, llenad y dominad la tierra» (Gén. 1, 27-28).

Fijemos nuestra atención en el orden con que Dios establece la unión matrimonial: creó al hombre y la mujer, a continuación los bendijo, y sólo después de haberlos bendecido es cuando les permite la unión definitiva, expresada aquí por sus frutos, que son el crecimiento de la humanidad. Esta bendición de Dios, que ha de preceder a la unión de los esposos, tiene hoy, para los bautizados, una forma concreta, el sacramento del matrimonio. Sólo después de haber recibido este sacramento es cuando la unión puede ser considerada lícita y autorizada.

Dios instituyó esta unión, formada únicamente por dos personas, y no admite partes con ninguna otra en tanto los dos vivan. Esta es la orden dada por el Señor desde el principio: «Por ese motivo. el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y serán los dos una sola carne» (Gén. 2, 24). «Los dos una sola carne». ¡Dos y no más!

Estos dos, bendecidos por Dios, como una sola carne, recuerdan al árbol de la vida, plantado por el creador en el jardín terrenal, para que, cultivado, dé fruto a su tiempo. Si buscamos fruto en un árbol fuera del tiempo propio, no lo encontraremos. Y si cogemos el fruto antes de que madure, será un fruto verde, insípido y perjudicial para la salud si nos alimentamos con él; si, al revés, cogemos ese fruto cuando ya está maduro, en la estación propia marcada por Dios, entonces el fruto es sabroso, germen de vida y felicidad. Nuevas flores se abren en el árbol, nuevas primaveras sonríen en los hogares y nuevas vidas entonan cánticos a su Creador.

Este es el fin principal para el que Dios instituyó la unión matrimonial, y a tal se obligan todos los que escogen ese estado de vida. Por él, Dios quiso asociar la humanidad a su obra creadora; le dio, por así decir, un lugar de honor, pero, en ese puesto, además de honra, existen las leyes que Dios impuso y que obligan a mucha fidelidad. Cada familia, como un árbol, tiene un solo tronco, y de este tronco brotan muchas ramas, que son sus hijos; estos hijos que son el fruto y cubrirán de frutos el árbol.

Es preciso, pues, que este árbol, que es la familia, dé a Dios todo el fruto que Él quiere sacar de ella. No es lícito usar, inutilizar brotes que son gérmenes de nuevas vidas, porque eso equivale a mutilar e inutilizar el fruto del árbol y volverlo estéril, incurriendo de esta forma en la sentencia que lanzó Jesús contra la higuera estéril. Un día, por la mañana temprano, Jesús se dirigía hacia la ciudad de Jerusalén, «y viendo una higuera junto al camino, se acercó, pero nada encontró en ella sino sólo hojas; y le dijo: “Nunca jamás brote de ti fruto alguno”. Y al instante se secó la higuera» (Mt. 21, 19).

Ahora, ¿para qué quiere una persona en su campo una higuera que se viste de verde follaje, que no da fruto? Su madera no sirve para construcciones; está allí ocupando la tierra inútilmente. Sólo sirve para ser cortada y echada al fuego porque no cumplió la misión que Dios le dio de dar fruto a su tiempo. Dios marcó el tiempo apropiado para cada cosa: uno es tiempo de la sementera, otro el de la plantación, uno es el de escardar y otro el de la cosecha, y toda la creación que nos es dado contemplar sigue las leyes que Dios le prescribió; toda, ¡menos la criatura humana!

Un día, los fariseos quisieron saber la opinión de Jesús sobre este estado de cosas y «le preguntaron si era lícito al marido repudiar a la mujer [...]. Él les respondió: “¿Qué os mandó Moisés?” “Moisés permitió dar escrito el libelo de repudio y despedirla”. Pero Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón os prescribió este precepto, pero al principio de la creación los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”» (Mc. 10, 2-9). Tenemos aquí la confirmación de la ley impuesta por Dios, desde el principio: los dos forman uno solo, son el tronco del árbol de la vida que no admite partes, y si por causa de la dureza del corazón humano fue necesaria la separación, en este caso los dos están obligados a guardar la ley de la castidad, porque, como dice Jesús: «Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio» (Lc. 16, 18).

Esta ley de Jesús está bien clara y no está permitida a nadie una interpretación tal que la deforme. Sólo la Iglesia está autorizada a ser intérprete de la Ley de Dios, debiendo nosotros, por eso, seguir las enseñanzas del jefe supremo de la Iglesia, que es el papa, obispo de Roma. Y si apareciese alguno a exponernos una doctrina diferente o contraria a la de él, no le debemos dar crédito ni seguirla, porque la Iglesia católica, apostólica y romana es la única a quien Cristo prometió y concedió la asistencia del Espíritu Santo; por eso, es la Iglesia, en la persona de su jefe supremo y vicario de Cristo en la tierra, quien tiene la luz y la gracia precisa para definir, enseñar y gobernar espiritualmente al pueblo de Dios.

No falta, hoy en día, quien interpreta esta Ley de Dios en sentido contrario a las enseñanzas del jefe de la Iglesia, pero esas falsas doctrinas fueron, en todos los tiempos, condenadas por Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Dios se queja y echa en cara a su pueblo las profanaciones del santuario familiar, diciéndoles, por la voz del profeta Malaquías, que ésta será la única causa de no ser aceptadas en el Cielo las ofrendas de ellos: «Bañáis de lágrimas el altar de Yavé, llantos y gemidos, porque no atiende a la ofrenda y no acepta de vuestras manos nada grato; y preguntáis: “¿Por qué?”. Porque Yavé toma la defensa de la esposa de tu juventud, a la que has sido desleal, siendo ella tu compañera y la esposa de tu alianza matrimonial. ¡Pues qué! ¿No los hizo Él para ser uno solo, que tiene su carne y su vida? Y ese único ¿para qué? Para una posteridad para Dios. Cuidad pues de vuestra vida; y no seas infiel a la esposa de tu juventud.

El que por aversión repudia, dice Yavé, Dios de Israel, se cubre de injusticia por encima de sus vestidos, dice Yavé Sebaot. Cuidad, pues de vuestra vida y no seáis desleales» (Mal. 2, 13-16).

Todas estas palabras divinas nos muestran la gravedad de los pecados cometidos contra el mandamiento que prohíbe cometer adulterio. La respuesta que Jesucristo dio a los fariseos cuando éstos le interrogaron sobre el divorcio es bien digna de nuestra ponderación: «Por la dureza de vuestro corazón [Moisés] os prescribió este precepto». Por lo tanto, esta dureza de corazón es preciso que no exista, porque, además de esto, está contra la justicia violar la promesa que se juraron uno a otro de amarse mutuamente para siempre. No olvidad que el Señor dice a continuación «Por tanto, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre», y además «Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio», por lo tanto, todos los actos contra este mandamiento son graves delante de Dios.

Por eso, asusta mirar para el mundo de hoy, con el desorden que reina a tal respecto y con la facilidad con que se sumerge en la inmoralidad. Como remedio, resta una única solución: arrepentirse, cambiar de vida y hacer penitencia. Para los que no quisieran andar por este camino, dice Jesucristo: «Si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc. 13, 5). O sea, como las dieciocho víctimas que hubo cuando se derrumbó la torre de Siloé.

Que la solución está en el arrepentimiento y cambio de vida, lo confirma el caso de la adúltera que Jesús consiguió salvar de morir lapidada, como san Juan nos lo describe. Cuenta él que, estando Jesús en el templo enseñando, vinieron a estar con Él los escribas y los fariseos, trayendo consigo a una mujer sorprendida en adulterio. Presentándola al Señor, le preguntaron si Él consentía que debían apedrearla como mandaba la Ley de Moisés. Al principio, Jesús no les respondió, pero «Como ellos insistieran en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero”. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra. Al oírle, se iban marchando uno tras otro, comenzando por los más viejos, y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?” Ella respondió: “Ninguno, Señor”. Díjole Jesús: “Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más”» (Jn. 8, 7-11).

Vemos aquí, en Jesucristo, lo que es la misericordia de Dios para con el pecador arrepentido. Por cierto que Él vio en el corazón de aquella mujer el arrepentimiento y la perdonó, con la promesa de que no la condenaría si ella no volvía a pecar: «Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más». Es posible que los intérpretes de este pasaje evangélico digan que las palabras de Jesús se referían a la condenación a muerte prevista por la Ley de Moisés para tales casos. Puede ser que así sea, pero yo creo que la orden que el Señor dio a la mujer de no volver a pecar es condición para no ser condenada a muerte eterna. Porque todo el pecado cometido nos coloca en peligro de condenación eterna, visto que no sabemos si Dios nos dará tiempo y gracia para arrepentirnos y hacer penitencia. «¡Vete en paz y no vuelvas a pecar!», es el camino trazado por Dios para todos los que habiendo pecado quieran arrepentirse y cambiar de vida para salvarse.

A propósito de lo que estamos tratando, ved estas palabras de san Pablo: «En cambio, a los casados, mando, no yo sino el Señor, que la mujer no se separe del marido, y en caso de que se separe, permanezca sin casarse o reconcíliese con su marido, y que el marido no despida a su mujer» (1 Cor. 7, 10-11). Aquí tenemos de nuevo bien indicada la indisolubilidad del matrimonio; que a nadie le es lícito separar lo que Dios unió. Y si, por causa de la dureza del corazón humano se vuelve indispensable una separación, entonces es preciso que cada uno se mantenga en castidad, esto es, que mantengan seguras en las manos las redes de las propias pasiones, de las inclinaciones desordenadas y vicios de la naturaleza; porque Dios no nos creó para satisfacer las pasiones de la carne, sino para salvar el alma, y con ella el propio cuerpo, para el día de la resurrección.

Así, hay que evitar caer en la esclavitud del pecado, porque como dice el Señor: «Todo aquel que comete pecado es esclavo del pecado» (Jn. 8, 34). Este nos arrastrará hacia el Infierno. El apóstol san Pablo nos advierte contra este peligro, diciendo: «La fornicación y toda impureza o avaricia ni se nombre entre vosotros [...] pues, habéis de saber que ningún fornicador o impúdico, o avaro, que es como un adorador de ídolos, tiene parte en el Reino de Cristo y de Dios.

Que nadie os engañe con palabras vanas, pues a causa de esto vino la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía. Por tanto, no os hagáis cómplices de ellos» (Ef. 3, 5-7).

El Apóstol nos recomienda que no tengamos trato con los impuros, para que no nos arrastren por el camino de la impureza. Porque es cierto el dicho de nuestro pueblo: “Anda con los buenos y serás como ellos, anda con los malos y serás peor que ellos”. Por eso, debemos apartarnos de las malas compañías, para que ellas no nos arrastren por caminos innobles; sigamos, sin embargo, amando a estos nuestros hermanos, y tratémoslos con discreción, procurando ayudarlos con nuestras oraciones, atrayéndolos con nuestras palabras y buenos ejemplos, para que ellos anden por un camino mejor, un camino de pureza, verdad, justicia y amor. Debemos hacerlo para imitar a Jesucristo, que amó a los pecadores, detestando el pecado, y dio la vida por su salvación: «Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn. 3, 17).

¡Ave María!

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