"Tomad y bebed el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios".

Esta llamada que el mensaje nos dirige está bien explícita en el Evangelio, pero Jesús es por muchos mal comprendido, olvidado, apartado, desplazado, abandonado y, lo que es más triste, ultrajado.

Cuando Jesucristo manifestó su intención de quedar con nosotros en la Eucaristía, para ser nuestro alimento espiritual, nuestra fuerza y nuestra vida, los fariseos se escandalizaron y no lo creían.

Pero el Señor insistió: «Yo soy el pan de vida. [...] Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. [...] si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros»(Jn. 6, 48-53). De estas palabras, queda claro que si no nos alimentamos de la Sagrada Comunión, no tendremos en nosotros la vida de la gracia, la vida sobrenatural que depende de nuestra unión con Cristo, por la comunión de su cuerpo y de su sangre.

Para esto, quedó Él en la Eucaristía: para ser nuestro alimento espiritual, nuestro pan de cada día, que sustenta en nosotros la vida sobrenatural. Pero, para poder alimentarnos de este pan, precisamos estar en gracia de Dios, como nos advierte san Pablo: «Porque yo recibí del Señor lo que también os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y, dando gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en conmemoración mía, y de la misma manera, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en conmemoración mía. Porque cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación"(1 Cor. 11,23-29).

Esta advertencia del Apóstol es para todos nosotros. Antes de aproximarnos nosotros a la Mesa Eucarística, debemos examinar la propia conciencia, y, si encontramos en nosotros alguna culpa grave, es preciso primero purificarnos, confesando nuestros pecados en el sacramento de la penitencia, con verdadero arrepentimiento y propósito de no volver a pecar.

Sin estas dos condiciones, nuestra confesión no produce todo su efecto, aunque el sacerdote, en nombre de Dios nos absuelva. Dios ve nuestra confesión y confirma el perdón, concedido en su nombre por el sacerdote, en la medida en que vea en nuestro corazón el arrepentimiento de haberle ofendido y la resolución que tomamos de no volver a ofenderle más.

El poder de perdonar los pecados lo confió Jesús a los apóstoles, cuando, ya resucitado, vino a estar con ellos en el cenáculo y les dijo: «La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos» (Jn. 20, 21-23).

A San Pedro, que escogiera para jefe de su Iglesia, el Señor le tenía dicho; en otra ocasión: «Te daré las llaves del Reino de los Cielos, y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos»(Mt. 16, 19).

Así el Jefe supremo de la Iglesia que Jesucristo fundó quedó autorizado para determinar el modo en que los pecados nos pueden ser perdonados. Y, desde que el jefe de la Iglesia estableció que ha de ser por medio de una confesión humilde y sincera, hecha con arrepentimiento y propósito de enmienda, éste es el modo que debemos usar para obtener el perdón de nuestros propios pecados.

Sólo después de habernos así preparado es cuando podemos recibir el cuerpo y la sangre de Jesucristo, seguros de que este sacramento es para nosotros fuente de vida, de fuerza y de gracia, que nos vuelve agradables a los ojos del padre, viendo en nosotros a su hijo unigénito, hecho uno solo con nosotros por esa unión de plena y personal entrega de Él mismo a nosotros por amor.

De este modo narra san Mateo cómo el Señor, por sus propias manos, se nos entregó: «Mientras cenaban, Jesús tomó pan y, pronunciada la bendición, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: Tomad y comed; esto es mi Cuerpo. Y, tomando el cáliz y habiendo dado gracias, se lo dio diciendo: Bebed todos de él; porque ésta es mi Sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt. 26, 26-28). Vemos que Jesucristo nos asegura su presencia real, en cuerpo y alma, vivo como está en el Cielo, en todas las partes donde se encuentra el pan y el vino consagrados. Él dice «Esto es»,no dice «Esto fue», ni tampoco «Esto puede ser», ni «Esto será». Mas sí «Esto es».

En todo momento, en todas las partes, el pan y vino consagrados son el cuerpo y sangre de Jesucristo, y lo son por todo el tiempo que ese pan y ese vino se conserven. Esto está claro en las palabras de Jesucristo, Hombre y Dios verdadero, y la palabra de Dios opera lo que significa. En la Eucaristía, está Jesús vivo. Sí, vivo, porque por su poder divino resucitó para nunca más morir, y con el Padre y el Espíritu Santo permanece para siempre.

En verdad, el Hijo de Dios detenta el poder sobre la muerte y la vida: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre»(Jn. 10, 17-18).

Así, Jesucristo resucitado es nuestra vida y nuestra resurrección; resucitarán con Cristo los que con Cristo vivieren. Es promesa de Él: «Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed. [...] Ésta es, pues, la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.»

Es por la fe que vemos a Jesucristo, sabemos que es el Verbo de Dios; creemos en su palabra, en su Iglesia, queremos seguir el camino que Él nos trazó para que por Él lleguemos al Padre, y por Él seremos resucitados en el último día. Sí, porque, alimentándonos del pan de su mesa, bebiendo nosotros de su cáliz, tenemos su vida en nosotros: nos volvemos uno solo con Él por la participación de su cuerpo y de su sangre en la Eucaristía. Pero, Cristo, presente en nuestros altares, no es sólo alimento y vida, es también víctima expiatoria que allí se ofrece al Padre por nuestros pecados.

En verdad, la santa misa es la renovación incruenta del sacrificio de la cruz; es Cristo inmolado como víctima por nuestros pecados bajo las especies de pan y de vino. La cruz, donde Él dio su vida por nosotros, es la mayor prueba de su amor, y Él quiso, por sus propias manos, entregar a cada uno de nosotros el memorial vivo de esa manifestación de su amor, instituyendo la Eucaristía durante la Última Cena que tomó con los apóstoles. «Mientras cenaban, Jesús tomó pan y, pronunciada la bendición, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: Tomad y comed; esto es mi Cuerpo. Y, tomando el cáliz y habiendo dado gracias, se lo dio diciendo: Bebed todos de él; porque ésta es mi Sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados»(Mt 26,26-28).

Jesús, presentándonos su cuerpo y después su sangre, dice «derramada por muchos». Aquí la palabra “muchos” no implica la exclusión de “algunos”, como si Jesús no hubiese muerto por todos, sino que, como tengo oído a diversos comentaristas, aquella palabra ha de ser entendida con el significado que le daba la lengua de aquel pueblo: “muchos” como contrario de “uno”, esto es, uno que muere en vez de la multitud.

Fue en este sentido en el que el sumo sacerdote Caifás justificó la necesidad de la muerte de Jesús: «Ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación» (Jn 11,50).

Verdaderamente, Cristo derramó su sangre por la humanidad entera, por todos, sin excluir a nadie. Pero es verdad también que no todos se interesan y esfuerzan por acoger en su vida a Jesucristo, el precio de su rescate, excluyéndose a sí mismo de la redención. ¿Cómo no pensar en tantos que no saben o no quieren alimentarse de su cuerpo y de su sangre? ¿Qué será de ellos?: «En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros»(Jn 6,53). Ésta es la respuesta que nos da Jesucristo, a propósito de los que no quieren aprovecharse dignamente del don que Él nos ofrece, esto es, de su cuerpo y de su sangre, vivo y presente en el sacramento de la Eucaristía.

Inmolado en nuestros altares, encerrado en nuestros sagrarios, nuestro Salvador continúa ofreciéndose al Padre como víctima por la remisión de los pecados de la humanidad, esperando que muchas personas generosas se quieran unir a Él, haciéndose uno con Él participando del mismo sacrificio para con Él ofrecerse al Padre como víctima expiatoria por los pecados del mundo.

De este modo, Cristo se ofrece al Padre como víctima en sí mismo y, como víctima en los miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia.

Es el llamamiento del mensaje: «Ofreced a la Santísima Trinidad los méritos de Cristo-víctima en reparación por los pecadores con los cuales Él mismo es ofendido», como el ángel enseñó a las tres pobres criaturas a rezar: «Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, alma y divinidad de Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y, por los méritos infinitos de Su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, os pido la conversión de los pobres pecadores»(Mensaje del Ángel).

¿Y qué pecados son éstos?

Son los ultrajes, son los sacrilegios, son las indiferencias, son las ingratitudes de los que le reciben indignamente, de los que le ultrajan, de los que le persiguen, de los que no le conocen, y de los que, conociéndole, lo abandonan y no lo aman. Es la frialdad y la dureza de unos que, como Judas, meten con Él la mano en el plato para después venir a entregarlo a cambio de la propia condenación, inutilizando así para sí mismos el fruto de la redención operada y ofrecida al Padre por Cristo.

Él continúa permanentemente ofreciéndose como víctima por nosotros al Padre: silencioso y orante, en la soledad de nuestras iglesias; olvidado, despreciado, maltratado, humillado y pobre, retenido en la prisión de nuestros sagrarios.

Y el mensaje continúa pidiéndonos que ofrezcamos a la Santísima Trinidad en reparación por todos los pecados con que Él es ofendido, la víctima de nuestros altares.

¿Y de nuestra parte? Es nuestra humilde oración, son nuestros pobres sacrificios que debemos unir a la oración y al sacrificio de Jesucristo y del Corazón Inmaculado de María, por la salvación de nuestros hermanos que se encuentran desviados del único y verdadero camino de la salvación.

Aquí me pregunto a mí misma. ¿Por qué es que bastando los méritos y la oración de Jesucristo para reparar y salvar al mundo, el mensaje invoca los méritos del Corazón Inmaculado de María y pide nuestra oración, nuestro sacrificio y nuestra reparación? Respondo ¡que no lo sé! Ni sé cuál sería la explicación que me darían los teólogos de la Iglesia, si yo los interrogase. Pero tengo meditado y pensado... Abro el Evangelio y veo que, desde el principio, Jesucristo unió a su obra redentora el Corazón Inmaculado de aquella que escogió como madre suya.

La obra de nuestra redención comenzó en el momento en el que el Verbo descendió del Cielo para tomar un cuerpo humano en el seno de María. Desde aquel instante y durante nueve meses, la sangre de Cristo era la sangre de María, cogida en la fuente de su Corazón Inmaculado, las palpitaciones del corazón de Cristo golpeaban al unísono con las palpitaciones del corazón de María.

Podemos pensar que las aspiraciones del corazón de María se identificaban absolutamente con las aspiraciones del corazón de Cristo. El ideal de María se volvía el mismo de Cristo, y el amor del corazón de María era el amor del corazón de Cristo al Padre y a los hombres. Toda la obra redentora, en su principio, pasa por el Corazón Inmaculado de María, por el vínculo de su unión íntima y estrecha con el Verbo Divino.

Desde que el Padre confió a María su Hijo, encerrándole nueve meses en su seno casto y virginal –«Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros»(Mt 1, 22-23; Is 7, 14)–, y desde que María, por su «sí» libre, se puso como esclava a disposición de la voluntad de Dios para todo lo que Él quisiese operar en ella, ésta fue su respuesta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), desde entonces y por disposición de Dios, María vino a ser con Cristo, la corredentora del género humano. Es el cuerpo recibido de María que, en Cristo, se torna víctima inmolada por la salvación de los hombres, es sangre recibida de María que circula en las venas de Cristo y que surge de su corazón divino.

Son ese mismo cuerpo y esa misma sangre, recibidos de María que, bajo las especies de pan y vino consagrados, nos son dados en alimento cotidiano para robustecer en nosotros la vida de la gracia y así continuar en nosotros, miembros del Cuerpo Místico de Cristo, su obra redentora para la salvación de todos y cada uno, en la medida en que cada uno se adhiera a Cristo y coopere con Cristo.

Así, después de llevarnos a ofrecer a la Santísima Trinidad los méritos de Cristo y del Corazón Inmaculado de María, que es la madre de Cristo y de su Cuerpo Místico, el mensaje pide que le sean asociados también la oración y los sacrificios de todos nosotros, miembros de aquel mismo y único cuerpo de Cristo, recibido de María, divinizado en el Verbo, inmolado en la cruz, presente en la Eucaristía, en crecimiento incesante en los miembros de la Iglesia.

En cuanto madre de Cristo y de su Cuerpo Místico, el corazón de María es de algún modo el corazón de la Iglesia, y es aquí, en el corazón de la Iglesia, que ella, siempre en unión con Cristo, vela por los miembros de la Iglesia, dispensándoles su protección maternal.

Mejor que nadie, María cumple lo que Cristo nos dice: «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16, 24).

Es en el nombre de Cristo, su hijo, como María intercede por nosotros cerca del Padre. Y es en el nombre de Cristo, presente en la Eucaristía y hecho uno solo con nosotros por la Sagrada Comunión, como unimos nuestras humildes oraciones a las de María, para ella dirigirlas al Padre en Jesucristo, su Hijo. Por eso es que, repetidas veces, le suplicamos: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».

¡Ave María!

(del libro: LLAMADAS DEL MENSAJE DE FÁTIMA de Sor Lucía)

 

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· LLAMADA AL SACRIFICIO

· LLAMADA A LA INTIMIDAD CON LA SANTÍSIMA TRINIDAD

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