ADORAR SOLAMENTE AL ÚNICO DIOS VERDADERO
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)

 

«No tendrás más Dios que a Mí. No te harás imagen de escultura, ni figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo, sobre la tierra, ni de cuanto hay en las aguas debajo de la tierra; no las adorarás ni les darás culto, por- que Yo, Yavé, soy tu Dios» (Dt. 5, 7-9).

Ya en la segunda llamada del mensaje hablamos de la adoración que le debemos a Dios. Vamos a ver ahora por qué Dios quiso darnos el precepto de adorarle solamente a Él.

¿Será que Dios precisa de nuestra adoración? ¡No, por cierto!

Dios es infinitamente feliz en sí mismo, no precisa de nadie ni de nada; tiene en sí todos los bienes, y todo cuanto existe le pertenece por derecho de creación, pudiendo libremente disponer de todo sin que cosa alguna se le pueda oponer. ¿Entonces por qué exigió sólo para Él nuestra adoración?

El motivo de habernos dado un precepto tal es que Él es el único Dios vivo, verdadero, eterno y digno de ser adorado; es el único Dios capaz de aceptar nuestra adoración y de recompensarla.

Este mandamiento es un precepto dictado por el amor. Dios nos mandó adorarle sólo a El para que no anduviéramos adorando falsas dignidades, que nada son, nada valen, nada pueden hacer por nosotros.


Le llamó también el precepto del amor, dado que nuestra adoración debe ser fruto de nuestro amor para con Dios y de nuestra gratitud, porque Él nos amó primero: nos amó con amor eterno y llevado por ese amor nos creó, nos rodeó de tantos beneficios en el orden de la naturaleza y en el orden de la gracia y nos destinó a la vida eterna, donde participaremos de todos sus dones. La observancia de este mandamiento nos aproxima a Dios: por El, encontramos la misericordia, el perdón y la gracia.


Nos cuenta la Sagrada Escritura que, cuando Moisés subió al monte Sinaí para recibir de Dios las leyes que debían regir a su pueblo, éste, mientras, quedó en la falda de la montaña, fabricó un becerro de oro y se puso a adorarlo. Viendo esto, Dios se quejó a Moisés diciendo: «Ve, baja, que tu pueblo, el que tú has sacado de la tierra de Egipto, ha prevaricado. Bien pronto se han desviado del camino que les prescribí. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él diciendo: Israel, ahí tienes a tu Dios, el que te ha sacado de la tierra de Egipto. [...] Volviose Moisés y bajó de la montaña, llevando en sus manos las dos tablas del testimonio, que estaban escritas por una y otra cara. Eran obra de Dios, lo mismo que la escritura grabada sobre las tablas [...]. Cuando estuvo cerca del campamento, vio el becerro y las danzas; y encendido en cólera tiró las tablas y las rompió al pie de la montaña. Cogió el becerro que habían hecho y lo quemó, desmenuzándolo hasta reducirlo a polvo, que mezcló con agua haciéndosela beber a los hijos de Israel» (Éx. 32, 7-20).

«Al día siguiente dijo Moisés al pueblo: “Habéis cometido un gran pecado; yo ahora voy a subir a Yavé, a ver si os alcanzo el perdón”. Volviose Moisés a Yavé y le dijo: “¡Oh, este pueblo ha cometido un gran pecado! [...] pero perdónales su pecado o bórrame de tu libro, del que Tú tienes escrito”. Yavé dijo a Moisés: “Borraré de Mi libro a aquel que pecó contra Mí. Ve ahora y conduce al pueblo a donde Yo te he dicho”» (Ex. 32, 30-34).

«Moisés dijo al Señor: “Me dices: ‘Conduce al pueblo’; pero no me das a saber a quién indicarás para que me acompañe” [...]; el Señor respondió: “Mi rostro irá delante de ti y te dará descanso”. Moisés dijo: “Si vuestro rostro no viene con nosotros, no nos obligues a partir de este lugar [...]. Mostradme vuestra gloria”. Y Dios respondió: “Haré pasar delante de ti toda mi bondad, y proclamaré delante de ti el nombre de Yavé. Concedo mi benevolen- cia a quien Yo quiero, y uso de misericordia con quien fuere de mi agrado”» (Ex. 33, 12- 19).


«Yavé descendió en la nube y poniéndose [Moisés] allí junto a Él, invocó el nombre de Yavé [...]. Moisés se echó en seguida a tierra y postrándose, dijo: “Señor, si he hallado gracia a tus ojos, dígnate, marchar en medio de nosotros, porque este pueblo es de dura cerviz; perdona nuestras iniquidades y nuestros pecados y tómanos por heredad tuya”» (Ex. 34, 5-9).

Estos acontecimientos nos muestran cómo Moisés, con el amor que tenía a Dios y al prójimo, con su humilde oración y adoración, consiguió el perdón para el pueblo, reconciliándole con Dios, de quien se había alejado por el pecado de idolatría.

Por elección divina, nosotros somos los continuadores de ese pueblo de Dios, como Jesucristo nos lo indica, en la Parábola del Buen Pastor: «Yo soy el buen pastor: el buen Pastor da la vida por sus ovejas [...] también tengo otras ovejas que no son de este redil y también tengo que conducirlas; oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo Pastor» (Jn. 10, 11-16).

No dudo de que estas ovejas que el divino Salvador vino a buscar y conducir a su aprisco son todos los pueblos que oigan su voz y lo sigan. Por eso, creo que podemos considerar, como dicho también a nosotros, lo que Moisés dice a los israelitas: «Mira, de Yavé, tu Dios, son los cielos de los cielos, la tierra y todo cuanto en ella se contiene. Y sólo con tus padres se ligó amándolos, y a su descendencia, después de ellos, a vosotros, a quienes ha elegido de entre todos los pue- blos, como lo muestra hoy. Circuncidad, pues, vuestros corazones y no endurezcáis más vuestra cerviz; porque Yavé, vuestro Dios, es el Dios de los dioses, el Señor de los señores, el Dios grande y fuerte y terrible, que no hace acepción de personas ni recibe
regalos. [...] Es el Señor, tu Dios, al cual debes venerar, es a El al que debes servir; únete sólo a El» (Dt. 10, 14-20).


Como nos dice Moisés aquí, unámonos sólo a Dios, sólo a Él adoremos, sólo a Él y por Él sirvamos y amemos, porque nuestra adoración es fruto del amor que
cree, espera, confía y ama, dándose en una entrega y donación plenas al Ser amado, que es Dios.

«Señor, yo creo, adoro, espero y os amo!».

¡Ave María!

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