NO LEVANTAR FALSO TESTIMONIO CONTRA EL PRÓJIMO
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)

«No levantarás falso testimonio contra tu prójimo» (Dt. 5, 17)

Por este mandamiento, Dios nos prohíbe toda especie de calumnia y mentira en perjuicio del prójimo. Así habla el Señor: «No esparzas rumores falsos. No te unas a los impíos para testificar en falso. No te dejes arrastrar al mal por la muchedumbre. En las causas no respondas porque así responden otros, falseando la justicia; ni aun en las de los pobres mentirás por compasión de ellos. [...] No tuerzas el derecho del pobre en sus causas. Aléjate de toda mentira, y no hagas morir al inocente y al justo, porque Yo no absolveré al culpable de ello. No recibas regalos que ciegan a los prudentes y tuercen la justicia» (Ex. 23, 1-8).

Este precepto de Dios nos prohíbe también toda la crítica injusta, toda la murmuración y difamación del prójimo: ese gran defecto de interpretar mal las acciones del prójimo ¡atribuyéndoles el mal que ellas en sí no tienen! Condenando este proceder nos dice Santiago: «No habléis mal los unos de los otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o lo juzga, habla mal de la Ley y la juzga. Y si juzgas la Ley ya no eres cumplidor de la Ley, sino juez. Uno solo es legislador y juez, el que puede salvar y perder. Pero tú ¿quién eres para juzgar al prójimo?» (Sant. 4, 11-12).

La murmuración, la censura y la crítica injusta y la difamación van contra este mandamiento, porque tienen por base la falsedad y la calumnia. En el Libro sagrado de los Proverbios está escrito: «El testimonio falso no quedará sin castigo, y el que dice mentiras no escapará» (Prv. 19, 9).

Si ponemos el caso en nosotros mismos, comprendemos muy bien todo el sentido de este mandamiento, viendo cómo deseamos que sea observado con nosotros, pero ¿por qué no lo comprendemos del mismo modo para con nuestro prójimo? ¿No será porque vivimos desatentos o en la ignorancia de la verdad?

En el Evangelio de san Juan hay un pasaje que siempre me causó mucha impresión, referente al juicio de Jesús por Pilato. En un momento dado aflora la acusación de que Jesús se decía rey, cuyo sentido verdadero el Señor procuró aclarar. «“Luego, ¿tú eres Rey?”. Jesús contestó: “Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la ver- dad escucha mi voz”. Pilato le dijo: “¿Qué es la verdad?” Dicho esto, se dirigió de nuevo a los judíos y les dijo: “Yo no encuentro en él ninguna culpa”» (Jn. 18, 37-38).

Este texto del Evangelio nos muestra cómo se vive en el mundo. Pilato era un hombre de alta posición en la sociedad de entonces, con poderes, además de ser juez del Tribunal Supremo, ¡y no sabe qué cosa es la verdad! Ni lo quiso saber, porque no esperó por la respuesta de Jesús. No le interesaba instruirse... Salió y fue a estar con los judíos. Así viven tantos en el mundo: la verdad no les interesa, y, mientras, no llegaremos al Cielo, si no vamos por el camino de la verdad.

Así fue como Pilato, dando oído a la calumnia, condenó a muerte a un inocente. Y estaba seguro de ello: él mismo confesó que la víctima era inocente y, como para acallar el grito de la propia conciencia, escenificó la ceremonia hipócrita de lavarse las manos, declarándose delante de todo el pueblo inocente de la sangre de aquel justo: «Pilato (...) mandó traer agua y se lavó las manos en presencia de la multitud, diciendo: “Inocente soy de la sangre de este justo”» (Mt. 27, 24). «Entonces lo entregó para ser crucificado» (Jn. 19, 16).

Si nos fuese posible desenrollar todo el hilo de la historia humana, ¿cuántos condenados a muerte o a penas casi tan crueles como la muerte no habríamos de encontrar víctimas de la calumnia, de la mentira, de juramentos falsos, de odios, de envidias y venganzas? Y, mientras, la Ley de Dios está dada y continúa viva repitiendo siempre: «No matarás. No levantarás falso testimonio contra tu prójimo. No hagas declaraciones falsas; no seas cómplice de los impíos, sirviéndoles de testimonio falso. Apártate de toda la mentira».

Aunque no se quiera prestar atención al sonido de esta voz de Dios, su eco ha de vibrar en la conciencia humana, por todo el tiempo que ella dure y después en la eternidad, en la desesperación de aquellos que por no haberla seguido se perdieron. La transgresión de este mandamiento es muy grave; con ella se ofende a Dios en la persona del prójimo. Es una infracción contra el precepto de la justicia y de la caridad, con el que Jesucristo nos manda tratar al prójimo: «Este es mi mandamiento: que os améis ios unos a los otros como yo os he amado» (Jn. 15, 12). Y el Señor nos amó hasta dar la vida por nosotros. En otro lugar, recomen- dando lo mismo nos dice: «Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: Esta es la Ley y los Profetas» (Mt. 7, 12).

¡Ave María!

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