En la segunda manifestación, Nuestro Señor se mostró como hombre perfecto, y Nuestra Señora como la Señora de los Dolores.

¿Qué significa esta aparición? Con certeza absoluta, no lo sé. Pero digo lo que pienso y lo que Dios me ha hecho comprender al meditar sobre estos acontecimientos.

Puede ser que la santa Iglesia les dé otro sentido o interpretación; si así fuera, yo estaré de pleno acuerdo. Presentando, pues, mi humilde parecer, digo que esta aparición es un llamamientoa la práctica de la vida cristiana, tal como Jesucristo y su Madre la vivieron en la tierra y, con sus ejemplos y su doctrina, nos enseñaron a seguir sus pasos.

Jesús vino al mundo no sólo como Redentor, sino también como Maestro para enseñarnos el camino para ir al Padre: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí. Si me habéis conocido a Mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto» (Jn 14, 6-7).

Ahora este camino y esta vida requieren el conocimiento de Dios y de su hijo, que Él envió al mundo como Maestro y Salvador. Por eso, Cristo dice: «Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre [...]. El que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo, no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus obras. Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas» (Jn 17, 7-11).

Como prueba de su divinidad, Jesucristo nos dejó las obras que hizo y que lo atestiguan. Vamos, por eso, a hacer un breve estudio de esas obras, porque ellas nos confirman en la certeza de que El es verdaderamente nuestro maestro y guía de nuestros pasos y el ejemplo que debemos copiar.

Jesús vivió en el mundo como hombre perfecto, que en todo hizo la voluntad del Padre. Son palabras suyas: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del Cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Esta es, pues, la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 37-40). Así, el motivo por el que Jesús vino al mundo, fue éste: hacer la voluntaddel Padre.

Y la voluntad que Jesús viene a cumplir es que no perezca ninguno de los que el Padre le confió, sino que los salve y resucite en el último día. Sin embargo, esta resurrección requiere nuestra cooperación, o sea, la fe: «Ésta es, pues, la voluntad de Mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga la vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día». Exige, pues, nuestra fe; es preciso creer en el Hijo para que Él nos resucite en el último día. El primer paso de nuestra vida cristiana es vivir la vida de fe; creer en el Hijo y en el Padre que le envió, creer en su palabra y seguirla. A eso mismo nos alentó Jesús: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30).

Cuando ya se aproximaba la hora de dar su vida para nuestra redención, Jesús, durante la Última Cena que tomara con sus discípulos, quiso darles una prueba más de su amor y de su profunda humildad. Ateniéndose a una costumbre de los judíos de aquel tiempo —un día Él mismo había hecho notar una omisión tenida con su persona: «Entré en tu casa y no Me diste agua para los pies» (Lc 7, 44)—, el Señor, personalmente, contra las costumbres y normas de entonces, tomó una jofaina con agua y lavó los pies a sus discípulos, enjugándolos después con una toalla que se puso a la cintura. Cuando acabó este servicio se sentó de nuevo a la mesa y les dijo: «Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros» (Jn 13, 13-15). La base fundamental de nuestra fe es la humildad; Cristo la enseña dándonos ejemplo.

Nos dice el Evangelio que Jesús, todavía adolescente, después de haber ido con sus padres al templo para orar volvió a su casa en Nazaret, «y les estaba sujeto» (Lc 2, 51), Así pasó los primeros treinta años de su vida. Allí llegó niño, pasó la juventud y se hizo hombre perfecto. Como niño sumiso a sus padres o joven aprendiz que se prepara para la vida. «Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2, 52).

Vemos en este pasaje que Jesús estudiaba y daba pruebas de crecimiento en su sabiduría, delante de los hombres; sin embargo los judíos habían dicho que Él no frecuentaba las escuelas. La escena tuvo lugar en el templo de Jerusalén, cuando allí el Maestro «se puso a enseñar; los judíos quedaron admirados y comentaban: “¿Cómo sabe éste de letras sin haber estudiado?” Entonces Jesús les respondió y dijo: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado”» (Jn 7, 15-16).

Estas palabras finales, además del misterio de la comunión trinitaria entre el Padre y el Hijo que reflejan, nos permiten todavía decir que no sólo en las escuelas se aprende, sino que cada familiadebe ser una escuela en donde sus miembros se instruyen en el conocimiento de la vida natural y sobrenatural, contando con la ayuda y la gracia de Dios. Más de una vez Jesús afirma que el Padre del Cielo fue su Maestro: «Porque Yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que he de decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna; por tanto, lo que Yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo» (Jn 12, 49-50).

Jesucristo aprendió del Padre lo que nos había de enseñar, y así lo hizo: «Tengo muchas cosas que hablar y juzgar de vosotros, pero el que me ha enviado es veraz, y Yo, lo que le he oído, eso hablo al mundo. [...] Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que Yo soy, y que nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó, así hablo. Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8, 26-29). Pensando que todo padre de familia es el representante de Dios cerca de sus hijos, entonces él debe ser también, a semejanza de Dios, el maestro de los hijos, pero, para eso, es preciso que tenga la formación requerida en el conocimiento de las cosas naturales y sobrenaturales.


Jesucristo fue también nuestro modelo como trabajador. Es un operario que, cumpliendo la ley del trabajo, gana el pan con el sudor de su rostro, como fuera ordenado por Dios a todas las criaturas humanas de la tierra: «Arrancarás el alimento a costa de penoso trabajo, todos los días de tu vida [...], con el sudor de tu frente ganarás el pan» (Gn 3, 17-19). Trabajador humilde, Jesús era tenido como hijo de un carpintero; así lo decía la gente de Nazaret cuando le vio enseñar en su sinagoga:

«Y, llegado a su ciudad, les enseñaba en su sinagoga, de manera que se admiraban y decían: “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?”» (Mt 13, 54-55). Es un operario, que humildemente trabaja en el taller de su padre; un joven modesto, sumiso y condescendiente con el parecer de las órdenes de sus padres.

Aquél era un hogar donde había alegría, paz y bienestar, porque había espíritu sobrenatural: unidos padres e hijo, todos oraban, trabajaban, se respetaban y se amaban, por eso, allí, Dios estaba en la casa: estaba con ellos y los favorecía con su gracia, su bendición y su paternal auxilio. Recordemos las palabras del ángel a María: «Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1, 28).

Cuando llegó el día señalado por el Padre para iniciar su vida y misión pública, Jesucristo se preparó con el bautismo, la penitencia y la oración. La narración evangélica nos hace sentir que todo estaba dispuesto y lo aguardaba: «El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, [...] bajo el sumo sacerdote Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan el hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la región del Jordán predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados. [...] Estando el pueblo a la expectativa y pensando si Él no sería el Mesías, Juan les dice a todos: “Yo os bautizo en agua, pero va a llegar Quien es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar las correas de las sandalias. Él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego”»(Lc 3, 1-3; 15-16).

«Entonces vino Jesús al Jordán desde Galilea, para ser bautizado por Juan. Pero éste se le resistía diciendo: “Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿cómo vienes tú a mí?” Respondiendo Jesús, le dijo: “Déjame ahora, así es como debemos nosotros cumplir toda justicia”. Entonces Juan se lo permitió. Una vez bautizado Jesús salió del agua. [...] Entonces fue conducido Jesús al desierto por el Espíritu. [...] Después de haber ayunado cuarenta días con cuarenta noches, sintió hambre» (Mt 3, 13-16; 4, 1-2).

La oración y la penitenciason la base fundamental sobre la cual Jesucristo asienta su misión sagrada de maestro, médico y redentor. Como maestro, Él aclara e ilumina los puntos oscuros y mal interpretados de las Sagradas Escrituras, resumiendo así su posición: «No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no vine a abrogarlos, sino a completarlos» (Mt 5, 17). La completa, no en el sentido de añadir algunas normas y preceptos que pudiesen todavía faltar, sino dando pleno cumplimiento en lo esencial de la Ley: la caridad.

Así, el Señor corrige cierta intransigencia de los fariseos, diciéndoles: «¿No habéis leído lo que hizo David y los que le acompañaban cuando tuvieron hambre? ¿Cómo entró en la Casa de Dios y comió los panes de la proposición, que no les era lícito comer ni a él ni a sus acompañantes, sino sólo a los sacerdotes? ¿Y no habéis leído en la Ley que los sábados, los sacerdotes en el Templo quebrantan el descanso y no pecan? Os digo que aquí está el que es mayor que el Templo. Si hubierais entendido qué sentido tiene “Misericordia quiero y no sacrificio”, no habríais condenado a los inocentes» (Mt 12, 3-7). Se trata de una lección de caridad y de justicia, que sabe poner en primer lugar la compasión y la misericordia hacia el prójimo en sus necesidades.

En otra ocasión, el Maestro enseña a los convidados a distinguir lo divino de lo humano en las normas de la vida. «[Los fariseos y escribas] le dijeron: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros mayores?, pues no se lavan las manos cuando comen pan”. Él les respondió: “¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre. Y el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte’. Pero vosotros decís que si alguien dice a su padre o a su madre: ‘Cualquier cosa mía que te aproveche sea declarada ofrenda’, ése ya no tiene obligación de honrar a su padre. Así habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos’

Y después de llamar a la multitud les dijo: Oíd y entended. Lo que entra por la boca no hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca: eso sí hace impuro al hombre. [...] Por el contrario, lo que procede de la boca sale del corazón, y [...] del corazón proceden los malos pensamientos, homicidios, adulterios, actos impuros, robos, falsos testimonios y blasfemias. Estas cosas son las que hacen al hombre impuro; pero el comer sin lavarse las manos no hace impuro al hombre” (Mt 15, 1-20).

Jesús, a su vez, también desafiaba a sus oyentes a interrogarse sobre pasajes oscuros del Libro Sagrado para que ahí descubrieran los secretos de Dios: «Estando reunidos los fariseos, Jesús les preguntó: “¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es hijo?” Le respondieron: “De David”. Les volvió a preguntar: “¿Cómo, entonces, David, movido por el Espíritu, le llama ‘Señor’ al decir: ‘Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies»’? Pues si David le llama Señor, ¿cómo va a ser hijo suyo?” Y nadie podía responderle una palabra; y desde aquel día ninguno se atrevió a hacerle más preguntas» (Mt. 22, 41-46). E ignorando ellos todavía que el hijo de David era el propio Hijo de Dios.

Con toda su autoridad divina y humana, Jesús no quiso desautorizar ante los ojos del pueblo a los maestros del tiempo; apenas censura en ellos la incoherencia entre las palabras que enseñan y sus propias obras que las desdicen: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced y cumplid todo cuanto os digan; pero no hagáis según sus obras, pues dicen pero no hacen. [...] Vosotros, al contrario, no os hagáis llamar Rabí, porque sólo uno es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. [...] Tampoco os hagáis llamar doctores, porque vuestro Doctor es uno sólo: Cristo. El mayor entre vosotros sea vuestro servidor. El que se ensalce a sí mismo será humillado, y el que se humille a sí mismo será ensalzado» (Mt. 23, 2-12).

En estas bellas lecciones de Jesucristo, que acabo de transcribir, y en muchas otras que Él nos dejó, aparece la obligación que tenemos de practicar la caridad y de evitar la impureza, que vuelve a nuestra propia persona indigna de estar con Dios y con el prójimo; vemos después cómo nos ennoblecemos respetando la autoridad y practicando la virtud de la humildad. Es nuestro Maestro quien nos dice: «El que se ensalce a sí mismo será humillado, y el que se humille a sí mismo será ensalzado» (Mt. 23, 2-12).

En nuestro camino, la doctrina de Jesucristo es luz y vida: siguiéndola estamos seguros de no errar. Ya muchos años antes de la venida del Señor al mundo, el profeta Isaías lo anunció en estos términos: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande; sobre los que habitaban en la tierra de sombras de muerte resplandeció una luz brillante. Multiplicaste la alegría, has hecho grande el júbilo, y se gozan ante ti como se gozan los que recogen la mies, como se alegran los que se reparten la presa» (Is. 9, 1-2). Y la confirmación del cumplimiento de este anuncio profético nos la da el propio Jesús: «Yo soy la luz que ha venido al mundo para que todo el que cree en mí no permanezca en tinieblas. Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, Yo no le juzgo, ya que no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo.

Quien me desprecia y no recibe mis palabras tiene quien le juzgue: la palabra que he hablado, ésa le juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él me ha ordenado lo que he de decir y hablar. Y sé que Su mandato es vida eterna; por tanto, lo que Yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo» (Jn. 12, 46-50). Concluyendo, Jesucristo es nuestro Maestro y su palabra es la Palabra de Dios. Por ella —si la seguimos— hemos de ser salvados, ella marca el camino que hemos de seguir todos los días de nuestra vida.

Pero Jesús, en su vida pública, se presentó también como médico, que cura nuestras enfermedades espirituales y corporales. Un día, Jesús se encontraba a la mesa en casa de Mateo —acababa de llamarlo para ser su discípulo—, y los fariseos, escandalizados por verlo comiendo con publicanos pecadores, «decían a sus discípulos: “¿Por qué vuestro maestro come con los publicanos y pecadores?” Pero Él, al oírlo, dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: ‘Misericordia quiero, y no sacrificio’; pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”» (Mt. 9, 11- 13). Y la misma certeza Él nos la confirmó cuando se hospedó en casa de Zaqueo y vio la conversión de este hombre: «Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”» (Lc. 19, 9-10).

Lo que le interesa, en primer lugar, es curar a las almas de las heridas causadas por el pecado y salvar a los que sufren de tales males. Ejemplo de esto lo tenemos en su perdón a la pecadora arrepentida. Jesús se encontraba en casa de un fariseo, convidado por éste. Estando a la mesa vino a estar con Él una mujer, conocida públicamente como pecadora, y, colocándose a los pies del Señor, comenzó a llorar sus pecados. Jesús se volvió hacia ella y le dijo: «Tus pecados están perdonados [...], tu fe te ha salvado; vete en paz» (Mt. 7, 48).

Él no se limita a ser médico de las almas, convirtiendo a los pecadores y perdonando los pecados, sino que realiza también curaciones físicas. Interesante a este propósito es el caso del paralítico de Cafarnaúm, porque Jesús presenta la cura física como prueba del poder que tiene de curar espiritualmente. De hecho, comenzó por aquí: «Hijo, ten confianza, tus pecados están perdonados» Pero fue acusado de blasfemia por haber dicho estas palabras. Y Jesús se defiende, diciendo: «“Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”, [dijo al paralítico]: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”. Él se levantó y se marchó a su casa» (Mt. 9, 6-7)

Y, como éste, muchos son los milagros realizados por Cristo en beneficio de personas desesperadas con su mal. Un día, vino a buscarle uno de los jefes de la sinagoga, de nombre Jairo, y le pidió que fuese a su casa a curar a su hija, que estaba a las puertas de la muerte. Jesús accedió a la petición y fue con él. Cuando iba por el camino, se aproximó por detrás de Jesús una mujer que padecía un flujo de sangre desde hacía doce años, y le tocó la orla del manto pensando para sí que bastaría tocarlo para quedar curada.

«En el mismo instante se secó la fuente de sangre, y sintió en su cuerpo que estaba curada de la enfermedad. [...] Él entonces le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu dolencia”» (Mc. 5, 29; 34). Mientras esto sucedía, «llegan desde la casa del jefe de la sinagoga, diciendo: “Tu hija ha muerto; ¿para qué molestas ya al Maestro?” Jesús, al oír lo que hablaban, dice al jefe de la sinagoga: “No temas, tan sólo ten fe”. [...] Toma consigo al padre y a la madre de la niña y a los que le acompañaban, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: “Talitaqumi”, que significa: “Niña, a ti te digo, levántate”. Y en seguida la niña se levantó y se puso a andar, pues tenía doce años. Y quedaron llenos de asombro» (Mc. 5, 35-42).

Cierta vez, iba Jesús de camino y «al marcharse Jesús de allí, le siguieron dos ciegos diciendo a gritos: “Ten piedad de nosotros, Hijo de David”. Cuando llegó a la casa se le acercaron los ciegos y Jesús les dijo: “¿Creéis que puedo hacer eso?” Respondieron: “Sí, Señor”. Entonces tocó sus ojos diciendo: “Según vuestra fe, así os suceda”. Y se les abrieron los ojos. Pero Jesús les ordenó severamente: “Mirad que nadie lo sepa”» (Mt. 9, 27-30).

Un día le presentaron un mudo, poseído del demonio. Jesús expulsó al demonio y el mudo habló. Al ver esto, la multitud que lo seguía exclamó: “Nunca se vio tal cosa en Israel” (Mt. 9, 33). ¡Y no fue una ni dos veces que sucedió esto! «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt. 9, 35).

Todo esto, Jesús lo realiza lleno de compasión por los que sufren y seguro de que toda ocasión es buena para hacer el bien. En otra ocasión, fue Él a la sinagoga. Se encontraba allí un hombre que tenía una mano seca, y le propusieron esta cuestión: «“¿Es lícito curar en sábado?” Él les respondió: “¿Quién de vosotros, si tiene una oveja y se le cae en día de sábado dentro de un hoyo, no la agarra y la saca? Pues cuánto más vale un hombre que una oveja. Por tanto, es lícito hacer el bien en sábado”. Entonces dijo al hombre: “Extiende tu mano”. Y la extendió y quedó sana como la otra». (Mt. 12, 10-13).

A los discípulos de Juan Bautista, que por orden de éste fueron a preguntar a Jesús si Él era el Mesías o si habían de esperar a otro, el Señor «Jesús les respondió: “Id y anunciad a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan sanos y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se anuncia el Evangelio. Y bienaventurado aquel que no se escandalice de mí”» (Mt. 11, 4-6).

Esta respuesta a los discípulos de Juan Bautista tiene el mismo valor y significado que Cristo dio a los judíos, cuando éstos le hicieran idéntica pregunta: «“Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente”. Les respondió Jesús: [...] “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre”» (Jn. 10, 24- 25; 37-38).

Ya antes, Jesús había abordado este tema con los judíos: «“Vosotros enviasteis legados a Juan y él dio testimonio de la verdad. [...] Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí. Vosotros no habéis oído nunca su voz ni habéis visto su rostro; ni permanece su palabra en vosotros, porque no creéis en éste a quien Él envió. Escudriñad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí. Y no queréis venir a mí para tener vida”» (Jn. 5, 33-40).

Así, Jesucristo dejó como prueba de su divinidad sus obras y la sublimidad de su doctrina. ¡No nos admiremos! Él pide que apliquemos al respecto el mismo criterio que, en otra ocasión, nos recomendó para saber si un profeta es verdadero o falso: «“Por sus frutoslos conoceréis: [...] todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo dar frutos buenos. [...] Por tanto, por sus frutos los conoceréis”».

Finalmente, consideremos la sagrada misión de Redentor que fue confiada por el Padre a Jesucristo, cuando le mandó a la tierra. Varios pasajes de la Sagrada Escritura así nos lo presentan: como el Salvador del mundo.

San Juan Bautista, encontrándose en el río Jordán administrando el bautismo de penitencia: «Al día siguiente vio a Jesús venir hacia él y dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”» (Jn. 1,29). Y lo quitó. El mismo autor sagrado del texto ahora citado —san Juan Evangelista— escribirá en su primera carta: «Dios es luz y no hay en Él tiniebla alguna. [...] si caminamos en la luz, del mismo modo que Él está en la luz, entonces tenemos comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado. [...] si confesamos nuestros peca- dos, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad» (1 Jn. 1, 5-9).

El santo Simeón, cuando finalmente tuvo la felicidad de encontrarse con el Niño Jesús, en el templo, saluda en Él la salvación que los pueblos esperaban, y exclama, arrebatado de alegría:«Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz que ilumine a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc. 2, 29-32). Retumban aquí en el cántico de Simeón diversos oráculos proféticos; entre ellos, está éste del profeta Isaías: «Voy a hacer de ti luz de las naciones, a fin de que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra» (Is. 49, 6).

Jesucristo, en su ministerio de vida pública, demuestra con palabras y obras ser el Salvador: va al encuentro de las personas, para conducirlas por los caminos de la salvación. Significativo es su comentario a la Parábola del Buen Pastor: «El ladrón no viene sino para robar, matar y destruir. Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia. [...] Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. [...] Yo les doy vida eterna; no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn. 10, 10; 15; 28).

Fue esta solicitud pastoral la que llevó a Jesucristo a quedar esperando a la Samaritana, junto al pozo de Sicar, y a pedirle de beber: «“Dame de beber”. [...] Entonces le dijo la mujer samaritana: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?” [...] Jesús le respondió: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido y Él te habría dado agua viva. [...] Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna”. La mujer le dijo: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí a sacarla”» (Jn. 4, 7-15). Jesús había ganado esa alma y, con ella, muchas otras que vinieron a su encuentro. Por eso, cuando los discípulos le invitaron a tomar su comida, Él les dice: «Tengo un alimento para comer, que vosotros no conocéis. [...] Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me envió a realizar Su obra» (Jn. 4, 32-34).

A la mujer adúltera, después que sus acusadores se dispersaron, Cristo le dijo: «“Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?” Ella respondió: “Ninguno, Señor”. Díjole Jesús: “Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más”» (Jn. 8, 10-11). Es la misericordia que, en vista del arrepentimiento, perdona, imponiendo sin embargo, una condición —“en adelante, no vuelvas a pecar”—, pues así estarás salvada. También al paralítico, que Él curó junto a la piscina de Bezatha, al reencontrarlo más tarde, en el templo, Jesús dice: «Mira, has sido curado; no peques más para que no te ocurra algo peor» (Jn. 5, 14). Y lo mismo pasa hoy con nosotros. Él perdona nuestros pecados, con la condición de estar en disposición de no volver a pecar más. Es una de las exigencias para tener una confesión bien hecha: el propósito de enmienda.

Para ayudarnos, Cristo quiso permanecer con nosotros: «No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama. Y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él».

No se trata sólo de una presencia espiritual en nosotros: Jesús quiso quedar entre nosotros, bajo las especies consagradas de pan y de vino, en el sacramento del altar; aquí, Él permanece Víctima y Sacerdote en nuestro favor hasta el fin de los tiempos, permaneciendo en un Sacerdocio Eterno: «De modo parecido, Cristo no se apropió la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que se la otorgó el que le dijo: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”. Asimismo, en otro lugar, dice también: “Tú eres Sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”» (Heb. 5, 5-6).

Pues «Cristo, presentándose como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de un Tabernáculo más excelente, perfecto y no hecho por mano de hombre, es decir, no de este mundo creado, y no por medio de la sangre de machos cabríos y becerros, sino por su propia Sangre, entró de una vez para siempre en el Santuario, consiguiendo así una Redención Eterna. Porque si la sangre de machos cabríos y toros y la aspersión de la ceniza de una vaca pueden santificar a los impuros en cuanto a la purificación de la carne, ¡cuánto más la Sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo como víctima inmaculada a Dios, limpiará de las obras muertas nuestra conciencia para dar culto al Dios vivo! Y por esto es mediador de una nueva alianza, a fin de que, habiendo muerto para redimir las transgresiones cometidas bajo la primera alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Heb. 9, 11- 15).

De esta forma, Jesucristo es el sumo sacerdote que a sí mismo diariamente se inmola sobre nuestros altares para ofrecer al Padre una digna Reparación por nuestros pecados. Lo vemos en sus palabras que consagran el pan, «Tomad, esto es Mi Cuerpo», y el vino, «Ésta es Mi Sangre, Sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos» (Mc. 14, 22-24).

En esta llamada del mensaje tenemos también la aparición de Nuestra Señora como la Señora de los Dolores, con un significado que no podemos dejar de recordar. Con ella, habrá querido Dios mostrarnos el valor del sufrimiento, del sacrificio y de la inmolación por amor. Hoy, en el mundo, casi no se quiere
oír hablar de estas verdades. De tal manera se vive en busca del placer, de las alegrías vanas y mundanas, de las comodidades exageradas. Pero, cuanto más se huye del sufrimiento, tanto más nos encontramos sumergidos en el mar de las aflicciones, disgustos, amarguras y penas.

La vida trae consigo el martirio de la cruz; no hay nadie en el mundo que no sufra. Heredamos el misterio del dolor, como consecuencia del pecado cometido por los primeros padres del género humano: «[...] comiendo del árbol del que te prohibí comer, diciéndote: “no comas de él”. Por ti será maldita la tierra. Arrancarás el alimento a costa de penoso trabajo, todos los días de tu vida» (Gn 3, 17). Aquí se habla de sufrimiento, al cual toda la humanidad quedó sujeta.

Jesucristo vino a rescatarnos por el sufrimiento, y su Madre compartió esta dolorosísirna pasión corno corredentora, habiéndonos sido dada por Madre a los pies de la cruz. En la manifestación de octubre de 1917, de la que aquí nos ocupamos, Ella se nos presenta bajo la imagen del dolor. La Iglesia la llama Madre de los Dolores porque en su corazón sufrió el martiriode Cristo, con Él y al lado de Él. En verdad, es por los méritos de Cristo que todo el sufrimiento tiene valor y nos purifica del pecado. Es pues en unión con Cristo que el sufrimiento puede hacer de nosotros víctimas agradables al Padre y santificarnos.

María fue escogida por Dios para ser la Madre de su Hijo, Madre de Jesucristo, y la Madre de su Cuerpo Místico, la Iglesia, que es su generación espiritual. En la persona de san Juan, Jesús nos la dio a todos nosotros por Madre cuando agonizaba en lo alto de la cruz: «Aquí tienes a tu Madre» (Jn 19, 27). Somos hijos del dolor y de la amargura del corazón de Jesucristo y del corazón de su y nuestra Madre.

Es por eso que todo el sufrimiento unido al suyo completa nuestra donación y entrega a Dios y coopera hacia la salvaciónde nuestros hermanos dispersos. Jesús dice: «Tengo otras ovejas que no son de este redil; a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor» (Jn 10, 16). Para colaborar con Cristo en esta misión, hemos de sufrir, trabajar, orar y amar porque es por la caridad como atraeremos a nuestros hermanos errantes, como dice el Señor: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros».

El amor es el imán de atracción de las almas; por ellas ofrecemos a Dios nuestros sacrificios, nuestras renuncias, nuestras enfermedades, nuestras penas, dolores y angustias físicas y morales. Por ellas ofrecemos nuestra entera consagración a Dios, y es por ellas que nuestra oración se eleva a los pies de su altar. Queremos, pensando en ellas, poder, como Cristo y con Cristo, decir al Padre: «Cuando estaba con ellos Yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura» (Jn 17, 12). Porque ése resistió a tu gracia, se volvió infiel a tu llamada y despreció tu amor de Padre. Si todavía es posible, ¡oh Padre, sálvalo!

¡Ave María!

(del libro: LLAMADAS DEL MENSAJE DE FÁTIMA de Sor Lucía)

 

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· LLAMDA A LA SANTIFICACIÓN DE LA FAMILIA

· LLAMADA A LA VIDA DE PLENA CONSAGRACIÓN A DIOS

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