NO DESEAR LA MUJER DEL PRÓJIMO
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)
No codiciarás la mujer de tu prójimo y no desearás su casa (...), ni nada que le pertenezca» (Dt. 5, 18).
Tal es el desorden que hay por el mundo contra este mandamiento que me pregunto a mí misma: ¿todavía vale la pena hablar de él? La respuesta es afirmativa, porque aunque todo el mundo se ahogue en el abismo, la palabra de Dios permanece repitiendo: «¡No desearás a la mujer de tu prójimo!».
El pecado cometido contra este mandamiento es tan grave que en el Antiguo Testamento era castigado con la muerte: «Si un hombre comete adulterio con una mujer de otro hombre, con la mujer de su prójimo, el hombre y la mujer adúltera serán castigados con la muerte» (Lev. 20, 10). Y, en otro lugar: «Si un hombre fuera sorprendido durmiendo con una mujer casada, ambos deberán morir; el hombre que tuvo relaciones con la mujer y también la mujer» (Dt. 22, 22).
En el Sermón de la Montaña, Jesucristo, hablando a la multitud que a su vuelta se había reunido, dice: «Oísteis que fue dicho: “No cometerás adulterio”. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer dese- ándola, ya ha cometido adulterio en su corazón» (Mt. 5, 27-28). Como vemos, Dios nos prohíbe no solo el acto en sí, sino también la codicia y el deseo, por- que son estos los que llevan después a consumar el acto. El divino Maestro concluye su afirmación con esta recomendación extrema: «Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno» (Mt. 5, 29). En la medida extrema apuntada, Jesús quiso significar la gravedad de este pecado y cómo por él se incurre en la pena de condenación eterna.
El pecado contra este mandamiento lleva consigo la violación de otros dos, o sea, aquel que manda guardar castidad y el que prohíbe el robo: de hecho, apropiarse de alguien que pertenece o está confiado a otro es robar. Un acto así va contra la justicia y la caridad. Por eso, Dios complementa este mandamiento con una serie de elementos a no codiciar: «No codiciarás la mujer de tu prójimo y no desearás su casa, ni su campo (...), ni nada que le pertenezca» (Dt. 5, 18).
La ley del divorcio civil, que varias naciones admiten, está en contradicción con la Ley de Dios, que establece como indisoluble el vínculo matrimonial: «Por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt. 19, 6).
San Pablo, deseando hablar de los límites propios de la Ley, fue a buscar el caso concreto de la unión del marido y de la mujer que solo la muerte de uno de ellos puede romper: «En efecto, la mujer casada está ligada por la Ley al marido mientras este vive; pero si el marido muere, queda libre de la Ley del marido. Por lo tanto, mientras vive el marido, será considerada adúltera si se une a otro hombre; pero si hubiese muerto el marido, es libre de la Ley, y no es adúltera si se une a otro hombre» (Rom. 7, 2-3).
El mismo apóstol no nos esconde la terrible suerte que espera a los transgresores: «Esto, pues, habéis de saber: que ningún fornicador o impúdico, o avaro, que es como un adorador de ídolos, tiene parte en el Reino de Cristo y de Dios.
Que nadie os engañe con palabras vanas, pues a causa de esto vino la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía. Por tanto, no os hagáis complices de ellos» (Ef. 5, 5-7). Así escribía él a los cristianos de Corinto: «Os escribí en mi carta que no os mez- claseis con los fornicadores. Pero no me refería, ciertamente, a los fornicadores de este mundo, o a los avaros o a los ladrones, o a los idólatras, pues entonces tendríais que salir de este mundo. Lo que os escribí es que no os mezclaseis con quien, llamándose hermano, fuese fornicador, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón. Con estos, ni comer siquiera» (1 Cor. 5, 9-11).
San Pablo nos recuerda el llamamiento que Dios nos hizo a ser santos: «Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la impureza: que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor, sin dejarse dominar por la concupiscencia como los gentiles, que no conocen a Dios. En este tema, que nadie abuse ni engañe a su hermano, pues el Señor toma venganza de todas estas cosas, como ya os advertimos y aseguramos, porque Dios no nos llamó a la impureza, sino a la santidad. Por tanto, el que menosprecia esto no menosprecia a un hombre, sino a Dios, que además os concede el don del Espíritu Santo» (1 Tes. 4, 3-8).
A propósito de la afirmación paulina que dice «El Señor toma venganza de todas estas cosas», he aquí una página del libro del profeta Jeremías donde Dios determina la extinción de su pueblo infiel: «¿Cómo podré perdonarte? Tus hijos se han apartado de Mí y juran por aquello que no es Dios. Yo los harté, y ellos se dieron a adulterar y se van en tropel a la casa de la prostituta. Sementales bien gordos y lascivos relinchan todos ante la mujer de su prójimo. ¿No habré de pedirles cuenta de todo esto? —dice Yavé—. De un pueblo como este, ¿no habré Yo de tomar venganza? Escalad sus bancales y arrasadlos; arrancad sus sarmientos, pues no son de Yavé»(Jer.5,7-10).
La historia del rey David narra que él pecó contra este mandamiento, y como, ordinariamente, un pecado arrastra hacia muchos otros, él violó también el precepto que prohíbe apropiarse de los derechos del prójimo, el mandamiento que obliga a guardar castidad según el propio estado, el mandamiento que prohíbe atentar contra la vida del prójimo, etc. Dios usó de misericordia con él, enviándole al profeta Natán (imagen), que le hizo ver sus pecados y le anunció los castigos con que Dios se determinaba castigarlo. Al oír al profeta, David se arrepintió e hizo penitencia. Por eso, Dios mandó decirle: «El Señor perdonó tu pecado. No morirás. Aunque, como despreciaste al Señor con la acción que hiciste, morirá el hijo que te nació» (2 Sam. 12, 13-14).
En el Nuevo Testamento, san Juan Bautista también tuvo que reprender al rey Herodes por tener consigo a la mujer de su hermano Filipo, diciéndole: «No te es lícito tener contigo a la mujer de tu hermano» (Mc. 6, 18). Pero a él, el celo por la Ley de Dios le valió la palma del martirio: fue encarcelado y, a petición de la mujer adúltera, decapitado.
¡Qué feliz me sentiría yo si Dios también me concediese igual gracia de dar la vida en defensa de su Ley y si, dándola, los hombres, a imitación de David, reconociesen los propios pecados, pidiesen perdón a Dios, se enmendasen e hiciesen penitencia, para poder así ser salvos para la vida eterna!
No nos engañemos pensando o diciendo que estas leyes de Dios fueron dadas sólo para los israelitas, como pueblo que Dios escogió para ser salvado. Es que Jesucristo, en el Evangelio, nos dice que no vino a abolir la Ley, sino a completarla y a perfeccionarla. Y mandó a sus apóstoles llevarla y enseñarla a todo el mundo para que todos pudiesen ser salvados: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea, se condenará» (Mc. 16, 15-16).
Esta orden que Jesucristo dio a sus apóstoles prueba que todos pertenecemos al pueblo de Dios: Fuimos escogidos, o antes creados para ser salvos, si queremos creer, recibir el bautismo y cumplir la Ley de Dios. Sí, es necesario cumplir la Ley de Dios como nos dice Jesús: «No penséis que vine a derogar la Ley o los Profetas; no vine a abolirlos sino a completarlos. En verdad os digo que mien- tras no pasen el Cielo y la tierra no pasará de la Ley ni la más pequeña letra o trazo hasta que todo se cumpla» (Mt. 5, 17-18).Y permanecerá hasta el último día, cuando sea esta misma palabra de Dios la que dicte la sentencia de condenación contra el transgresor: «Y si alguien escucha mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, ya que no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. La palabra que he hablado, esa le juzgará en el último día» (Jn. 12, 47-48).
Vemos así que por la observancia de la Ley de Dios nos salvamos y por su transgresión nos condenamos. Es cierto que Dios es un Padre bondadoso y siempre dispuesto a acoger al pecador arrepentido, pero solo cuando ve, en su corazón, el pesar de haberle ofendido y el propósito de cambiar de vida. Es a estas almas a quienes el Señor dice: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id y aprended qué sentido tiene: “Misericordia quiero, y no sacrificio”; pues no he ven do a llamar a los justos sino a los pecadores» (Mt. 9, 12-13). Sí, porque los justos ya siguen las vías del Señor; los pecadores son los que andan extraviados y es preciso llamarles y atraerlos hacia los caminos de la verdad, de la pureza, de la justicia y del amor en Dios.
¡Ave María!
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