"Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios."
Esta llamada al sacrificio que Dios aquí nos dirige la encontraremos también en muchas páginas de la Sagrada Escritura. Tal vez pueda hasta parecer inútil recordarlo ahora de nuevo aquí; pero no será en vano, porque tan olvidados o remisos andamos de este gran deber.
En el Antiguo Testamento, los sacerdotes acostumbraban a ofrecer a Dios, por ellos mismos y por el pueblo, sacrificios de animales, que inmolaban como víctimas propiciatorias. Pero estas víctimas eran apenas figuras del sacrificio de Cristo, que había de ser la verdadera víctima ofrecida al Padre por los pecados de la humanidad. Este sacrificio de Cristo, que vino a poner término a las figuras, debía perpetuarse en sustitución de los sacrificios de la antigua alianza y lo tenemos hoy renovado diariamente en el altar de la Celebración eucarística, repetición incruenta del sacrificio de la Cruz.
Pero no basta, porque, como dice san Pablo (Col. 1, 24), es preciso completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo, porque somos miembros de su Cuerpo Místico. Así, cuando un miembro del cuerpo sufre, todos los demás sufren con él, y cuando un miembro se sacrifica, todos los demás miembros participan de ese sacrificio. Si un miembro estuviera enfermo y el mal fuera grave, aunque el mal estuviese localizado sobre él, todo el cuerpo sufre y muere. Lo mismo pasa en la vida espiritual: todos somos enfermos, todos tenemos muchas deficiencias y pecados; por eso, todos tenemos el deber de, en unión con la víctima inocente que es Cristo, sacrificarnos en reparación por nuestros pecados y por los de nuestros hermanos, porque todos somos miembros del mismo y único Cuerpo Místico del Señor.
El mensaje pide que ofrezcamos a Dios de todo lo que podamos un sacrificio: «De todo lo que pudiérais, ofreced un sacrificio en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores»(Palabras del ángel). Pueden ser sacrificios de bienes espirituales, intelectuales, morales, físicos o materiales; según los momentos, tendremos ocasión de ofrecer ahora unos ahora otros, lo que importa es que estemos dispuestos a aprovechar la ocasión que se nos depara, sobre todo que sepamos sacrificarnos cuando eso mismo es exigido por el cumplimiento del propio deber para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos. Y aún más, si este sacrificio es preciso para no transgredir ninguno de los mandamientos de la Ley de Dios, en este caso, el sacrificio que tenemos que imponernos es obligatorio, porque estamos obligados a sacrificarnos lo necesario para no pecar.
Es una exigencia de la que depende nuestra salvación eterna. Así nos lo dice Jesucristo en el Evangelio: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; el que, en cambio, pierda su vida por mí, ése la salvará. Porque ¿qué adelanta el hombre si gana todo el mundo, pero se pierde a sí mismo, o sufre algún daño?» Por lo que nos dice el Señor aquí, se ve que debemos estar dispuestos antes a dar la vida que cometer un solo pecado grave con el cual podamos perder la vida eterna. Ahora lo mismo vale y con mucha más razón si la observancia de la Ley de Dios exige de nosotros sacrificios inferiores al de la propia vida.
La renuncia a todo lo que nos puede llevar al pecado es el camino para la salvación. Por eso nos dice el Señor que «[...] el que quiera salvar su vida, la perderá», esto es, quien quisiera satisfacer sus apetitos desordenados, según una vida pecaminosa, andar por el camino ancho del pecado, si de eso no se arrepiente ni enmienda, pierde la vida eterna. Y cómo no nos preguntamos con Jesucristo: «Porque ¿qué adelanta el hombre si gana todo el mundo, pero se pierde a sí mismo [...]?»
En el mismo sentido, Él nos avisa: «Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí»(Mt. 10,38). ¡Sí! ¿Cómo puede ser amigo de Dios y digno de la vida eterna aquel que no se sacrifica lo preciso para andar por el camino de sus preceptos, renunciando a placeres ilícitos, a caprichos de orgullo, de vanidad, de celos, de avaricia, de las comodidades exageradas, faltando a la caridad y la justicia para con el prójimo, sacudiéndose el jugo de la cruz de cada día o arrastrándola de mala voluntad, sin conformarse y unir a la cruz de Cristo?
Unas veces será la cruz de nuestro trabajo diario, «Comerás el pan con el sudor de tu frente», como impuso Dios a Adán como penitencia por su pecado. Otras veces, serán las contrariedades de la vida, que surgen a cada paso y que es preciso encarar con serenidad, paciencia y resignación. Otras aun serán las humillaciones que aparecen inesperadamente y es preciso aceptarlas, reconociendo lo que en nosotros hay de imperfecto y animándonos a un propósito de enmienda con confianza en Dios, que siempre ayuda a las almas de buena voluntad a levantarse para una vida mejor y de mayor perfección. «De todo–nos dice el mensaje– ofreced a Dios un sacrificio en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores».
Éste es un motivo más que Dios nos presenta y por el cual nos debemos sacrificar. Reparar los pecados con los cuales Él es ofendido, los pecados propios y los del prójimo. Siempre que ofendemos a una persona, debemos reparar, cuando nos sea posible, el disgusto y el daño causado; para eso acostumbramos a pedir perdón, pedir disculpas, etc. Ahora, con mucha más razón debemos proceder de ese modo con Dios. Por eso Jesucristo, en la oración dominical, nos enseñó a pedir perdón: «Padre nuestro, que estás en los Cielos, [...] perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Y después, a continuación, decimos «no nos dejes caer en tentación y líbranos del mal» (Mt. 6, 9; 12-13). Es que la mejor reparación que podemos ofrecer a Dios es unir a la súplica del perdón el propósito de enmienda, para no volver más a ofenderle. Para eso pedimos perdón, auxilio y defensa.
Reparad en que Jesús nos enseñó a pedir en plural, esto es, para pedir por nosotros y por nuestros hermanos: ¡perdónanos, líbranos, no nos dejes caer en tentación! Ésta es la llamada del mensaje: Sacrificarnos en acto de reparación y de súplica por la conversión de nuestros hermanos desviados por caminos falsos y errados.
Sí, orar y sacrificarnos, porque toda nuestra vida debe ser un holocausto ofrecido a Dios en los brazos de la cruz de cada día, en unión con la cruz de Cristo, por la salvación de las almas, cooperando con Él en la obra redentora como miembros de su Cuerpo Místico, la Iglesia que trabaja, ora y sufre, unida íntimamente a su cabeza, por el rescate de la humanidad.
En el camino de nuestra vida diaria, encontramos muchas y variadas especies de sacrificios, que podemos y debemos ofrecer a Dios. El sacrificio de la gula que, en muchos casos, es obligatorio. Abstenerse de las bebidas alcohólicas en demasía, que trastoman el juicio, embrutecen la razón y degradan la dignidad dejando a la persona en estado de ruina delante de Dios y de los hombres honestos. ¡Cuántas familias infelices por causa de este pecado de gula! ¿Por qué no se ofrece a Dios el sacrificio de no beber, repartiendo con los pobres aquello que con tanto daño se iría a gastar en excesos y pecados, mientras muchos hermanos nuestros se encuentran sin lo necesario para vivir?
Este sacrificio, requerido por la moderación con que debemos servirnos de la mesa de la creación, fue pedido por Dios, en el principio, a los dos primeros seres humanos. Dice la Escritura:
“Plantó luego Yavé Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara. Hizo Yavé Dios brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar [...] y le dio este mandato: De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás”(Gn 2, 8-17).
Para alimentarse, Adán y Eva tenían tantos frutos de tan variados árboles que el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal no les hacía falta, sino que les era gravemente perjudicial, por lo que Dios se anticipó a prohibirles comer de él. Lo mejor para ellos era someterse a la orden de Dios y ofrecerle el sacrificio de no tocar su fruto.
En esto, como en tantos otros casos de la vida, hemos de poner en acción la virtud de la templanza, que exige la mortificación del apetito de la gula. Dios, como buen Padre que es, colocó en el mundo tanta variedad de cosas buenas y deliciosas, con las cuales sus hijos pueden y deben alimentarse y hasta regalarse, pero siempre bajo la dependencia de la Ley de Dios, y sin olvidar la práctica del sacrificio de la moderación, que debemos ofrecer a Dios en agradecimiento por tantos beneficios y a favor de nuestros hermanos necesitados.
No digo que Dios pide a todos, como lo hace a muchos de sus escogidos, que se despojen de todo, darlo a los pobres y después seguirlo en un absoluto desprendimiento de los bienes de la tierra; pero sí, que todos hemos de vivir desprendidos del demasiado afecto a esos bienes. Recordemos aquí el diálogo de Jesucristo con un joven que le buscaba: “«Maestro, ¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna?»Él le respondió: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el bueno. Por lo demás, si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos».Le preguntó: «¿Cuáles?» Jesús le respondió: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». ”
Díjole el joven: «Todo esto lo he guardado. ¿Qué me falta aún?»Jesús le respondió: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los Cielos; luego ven y sígueme».Al oír el joven estas palabras se marchó triste, pues tenía muchas posesiones.
Jesús dijo entonces a sus discípulos: «En verdad os digo: difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos. Es más, os digo que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios»”(Mt 19, 16- 24).
Según lo que tengo oído a varios comentaristas, Jesucristo se refiere, en esta afirmación suya, a los ricos avarientos que sólo se preocupan en amontonar riquezas, por lo que evitan gastar y rehúsan compartir lo que les sobra con los hermanos necesitados. Esto mismo nos enseña el Señor, cuando describe, a propósito del Juicio Final, los motivos de la terrible condenación al suplicio eterno aplicada a los que estuvieran colocados a su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles: porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; era peregrino y no me acogisteis; estaba desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis. [...] En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna”(Mt 25, 41-46).
Recordemos todo esto cuando Dios nos pide en el mensaje de Fátima: “Sacrificaos, y con lo que tenéis de superfluo y malgastáis, socorred a vuestros hermanos que no tienen lo necesario y se encuentran muriendo de hambre y de frío”. Es la renuncia y el sacrificio que Dios pide y exige de nosotros; si no nos sacrificamos en esta vida, iremos a ser sacrificados en la vida eterna, y no sólo por haber hecho el mal, sino también porque dejamos de hacer el bien: “[...] porque tuve hambre y no me disteis de comer; [...] estaba desnudo y no me vestisteis [...]. En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejásteis de hacerlo conmigo. Y éstos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna”.
Para salvarnos, no basta con no hacer el mal, sino que se requiere también la virtud en el ejercicio del bien, que todos tenemos obligación de practicar.
Hay, después, otra serie de pequeños sacrificios que podemos y, hasta cierto punto debemos, ofrecer a Dios, pues aunque sean pequeños, no dejan de ser agradables a Dios y muy meritorios y provechosos para nosotros, porque con ellos, probamos la delicadeza de nuestra fidelidad y nuestro amor a Dios y al prójimo. Su práctica nos enriquece de gracia, nos fortifica en la fe y en la caridad, nos dignifica cerca de Dios y del prójimo, nos libra de la tentación del egoísmo, de los celos, de la envidia y de la comodidad.
Es la generosidad en las pequeñas cosas, habituales y presentes en cada momento; es la perfección del momento presente. Así:
- Hacer nuestra oración con fe y atención, evitando, cuanto nos sea posible, las distracciones; con respeto, dándonos cuenta de que estamos hablando con Dios; hacerla con confianza y amor, porque estamos tratando con Aquel que sabemos que nos ama y que quiere ayudar nuestra flaqueza, como un padre que da la mano al hijo pequeñito para ayudarle a caminar. Cerca de Dios, somos siempre hijos muy débiles, pequeñitos y flacos en la práctica de la virtud, tropezamos y caemos a cada instante, por eso necesitamos que núestro buen Padre nos dé la mano y nos ayude a levantarnos y andar por los caminos de la santidad.
Ya nuestra oración sea hecha en la iglesia, en casa, durante un viaje, en el campo o por los caminos... en todas partes está Dios y allí ve y escucha nuestras súplicas, nuestras alabanzas y agradecimientos.
Así nos lo enseña Jesucristo en su respuesta a la samaritana, que le expuso la siguiente duda: «Le dijo la mujer: “Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el lugar donde se debe adorar está en Jerusalén”.Le respondió Jesús: “Créeme mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos [...]. Pero llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad”»(Jn. 4, 19-24).
Dios quiere que nuestra oración sea hecha con verdad, dándonos cuenta de lo que somos, de nuestra pobreza, de nuestra nada delante de Dios; dándonos cuenta de lo que pedimos y prometemos, con sinceridad, dispuestos a cumplir nuestras promesas. Que nuestras alabanzas y agradecimientos a Dios sean la expresión de la verdad sentida en lo íntimo de nuestro corazón, con espíritu de fe, de amor y confianza. Es que Dios no se contenta con palabras vanas, huecas y sin sentido, o fórmulas estudiadas para ser aplaudidas por las criaturas, sino que nuestra oración debe ser humilde y acompañada de espíritu de sacrificio.
Muchas veces será preciso sacrificar un poco de nuestro descanso; tal vez levantarnos un poco más temprano, para ir a la iglesia a tomar parte en la celebración eucarística, o a la noche, antes del descanso, disponer de unos momentos para rezar el rosario, hacer el sacrificio de apagar la radio o la televisión. Es la renuncia a los propios gustos y caprichos que Dios nos pide, y, como queda dicho anteriormente, si no queremos sacrificarnos en esta vida vendremos a ser sacrificados en la Vida Eterna, porque si no nos salvamos por la inocencia, sólo con la oración y la penitencia es como nos salvaremos.
- Ofrecer a Dios en sacrificio algún pequeño gustoen la alimentación, de modo no perjudicial a las fuerzas físicas de que precisamos para poder trabajar. Así, por ejemplo, cambiar una fruta más de nuestro gusto por otra que nos es menos agradable, un dulce... o una bebida...; soportar la sed por un cierto espacio de tiempo y después saciarla, sí, pero con una bebida menos agradable; abstenernos del alcohol, por lo menos evitar el tomarlo en exceso.
Cuando nos servimos, no debemos escoger lo mejor. Pero si no podemos dejarlo de lado sin ser observados, mejor tomarlo con sencillez y sin preocupación, dando gracias a Dios por el mimo que nos proporciona, porque, no podemos creer que Dios, buen Padre que es, sólo esté contento con nosotros cuando nos ve mortificados. Dios creó las cosas buenas para sus hijos y le gusta ver que se sirven de ellas, sin abusar y después de cumplir su deber de trabajo para merecerlas, y tomarlas con reconocimiento y amor por aquel que las llenó con sus dones.
- El sacrificio que podemos y debemos hacer a Dios en el vestuario:soportar un poco de frio o de calor, sin quejamos; si nos encontramos en un mismo lugar con otras personas, dejar que las puertas y 1as ventanas se abran o cierren a su gusto. Vestir con decencia y modestia, sin dejamos esclavizar por el último grito de la moda, y rehusar siempre lo que no está de acuerdo con aquellas dos virtudes, para no ser, por nuestro modo de vestir, incentivo al pecado, recordándonos que somos responsables delante de Dios por los pecados que los otros cometen por nuestra causa.
Debemos, por eso, vestir en conformidad con la moral cristiana, la dignidad personal y la solidaridad con los demás, ofreciendo a Dios el sacrificio de la exageración de la vanidad. En este punto de la vanidad, saber ofrecer a Dios el sacrificio de los adomos exagerados con muchas joyas, sin las cuales bien podemos pasar, y con su valor socorrer a nuestros hermanos necesitados. En vez de un tejido muy rico y caro, contentémonos con uno más sencillo y de menor precio, economizando así para poder auxiliar mejor a nuestros hermanos que no tienen con qué cubrirse.
- Hay que soportar con serenidad las contrariedades que surgen en nuestro camino: unas veces, será una palabra desagradable, irritante, molesta; otras, una sonrisa irónica, un desprecio, una contradicción, un vernos desplazados, no ser tenidos en cuenta; otras veces aun, será una incomprensión, una censura, una recusación, una falta de atención, un olvido, una ingratitud, etc.
Es preciso entonces saber soportar, ofrecer a Dios nuestro sacrificio, y olvidarlo: dejar pasar como si se fuese ciego, sordo y mudo, para ver mejor, hablar con más acierto y oír la voz de Dios. Dejar que, en apariencia, prevalezcan los otros; digo en apariencia, porque en realidad prevalece quien sabe soportar en silencio por amor de Dios.
Dejar de buena voluntad que otros ocupen los primeros lugares, que sea para ellos el mejor, que gocen y triunfen con el fruto de nuestros trabajos, de nuestros sacrificios, de nuestras actividades, de nuestra capacidad, de nuestro despojamiento, y hasta diré de nuestra virtud, como si fuese cosa suya, y contentémonos con ser humildes y sacrificados por amor a Dios y al prójimo.
Soporta de buena voluntad la compañía de aquellos que nos son antipáticos y nos desagradan, de aquellos que nos contradicen, molestan, importunan con preguntas indiscretas o tal vez malintencionadas; pagarles con una sonrisa, un servicio, un favor, perdonando y amando, con nuestra mirada puesta en Dios.
Esta renuncia a nosotros mismos es, tal vez, el sacrificio más difícil para la pobre naturaleza humana, pero es también el más agradable a Dios y meritorio para nosotros.
- Hay después las penitencias y sacrificios externos:obligatorios unos, voluntarios otros.
Sacrificios obligatorios son, por ejemplo, las abstinencias y ayunos establecidos por la Iglesia. Pero podemos y debemos no limitarnos a eso, que, en verdad es muy poca cosa, cara a la necesidad que todos tenemos de hacer penitencia por los propios pecados y por los del prójimo.
Existen algunos instrumentos de penitencia que han sido usados por muchos santos, como son las disciplinas, los cilicios, etc. Se practican estas penitencias uniéndonos a Cristo flagelado, atado con cuerdas, coronado de espinas. Si Cristo así sufrió por nosotros, es más que justo que hagamos alguna cosa por Él y por su obra redentora.
En espíritu de penitencia se usa también rezar con los brazos en cruz, uniéndonos a Cristo crucificado, rezar postrados con la frente tocando el suelo, humillándonos así en la presencia de Dios, a quien nos atrevemos a ofender, nosotros que nada somos en su presencia.
A pesar de no ser obligatorias, estas penitencias se vuelven necesarias. en muchos casos; por ejemplo, para vencer naturalezas fogosas, que arrastran hacia el pecado, o tentaciones violentas del mundo, del Demonio, del orgullo y de la carne.
Jesucristo, que era persona divina, no podía pecar y, sin embargo, nos dio un gran ejemplo de vida penitente. Antes de iniciar su vida pública, pasó cuarenta días en el desierto orando y ayunando. En el transcurso de su vida pública nos muestran los Evangelios que, con frecuencia, se retiraba de las multitudes para, a solas con el Padre, hacer su oración, y antes de entregarse a la muerte se entretuvo largamente en oración en el Huerto de los Olivos.
Y nosotros, tan pobrecitos y flacos, ¿será que no precisamos rezar? Precisamos... ¡Y tanto! Es en la oración donde nos encontramos con Dios, y es en ese encuentro donde nos comunica la gracia y la fuerza precisa para renunciar a nosotros mismos, en la práctica del sacrificio que nos ha sido pedida:
«Entrad por la puerta angosta, porque amplia es la puerta y ancho el camino que conduce a la perdición, y son muchos los que entran por ella. ¡Qué angosta es la puerta y estrecho el camino que conduce a la Vida, y qué pocos son los que la encuentran!» (Mt. 7, 13-14). Jesucristo nos indica aquí la gran necesidad que tenemos de sacrificarnos porque sin espíritu de renuncia propia no entraremos en la Vida Eterna: «Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios».
¡Ave María
(del libro: LLAMADAS DEL MENSAJE DE FÁTIMA de Sor Lucía)
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