GUARDAR LOS DIAS DE PRECEPTO
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)

«Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que esté dentro de tus puertas, pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene, y el séptimo descansó» (Éx. 20, 9-11).

El texto sagrado nos dice que Dios prescribió el descanso en el séptimo día de la semana, para ser día santificado, consagrado al Señor en conmemoración y acción de gracias por la obra de la creación. Sabemos que, en el Antiguo Testamento, el día de la semana reservado para el descanso consagrado al Señor era el sábado. La Iglesia, autorizada por Dios«Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, quedará desatado en los Cielos» (Mt. 16, 19)—, sustituyó el sábado por el domingo para conmemorar juntamente con la obra de la creación la obra de la redención efectuada por Cristo, nuestro Salvador, que resucitó en un domingo.

Aclarado este punto, fijemos nuestra atención en las palabras que Dios emplea al prescribirnos este mandamiento: «Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios». Así, el domingo no es sólo un día para el descanso físico, con la abstención de trabajos serviles, sino también y sobre todo un día para ser «consagrado a Yavé tu Dios»: un día de oración, en que nos encontramos con Dios para agradecerle los beneficios que nos ha hecho, cantar nuestras alabanzas por su Ser inmenso, por sus dones infinitos de los que nos hizo participantes y pedir su auxilio en nuestras necesidades.

En cumplimiento de estos deberes para con Dios, la Iglesia nos mandó «oír Misa entera los domingos y flestas de guardar». Y no debemos limitarnos a asistir a la Santa Misa para tomar parte en ella. En verdad no es sólo el sacerdote quien celebra la Eucaristía: él preside y consagra en nombre de Cristo, pero todos los fieles que se encuentran reunidos en torno al altar viven y celebran con el sacerdote el único sacrificio de Cristo. Por eso debemos estar preparados para, respondiendo, rezar con el sacerdote y, como el sacerdote, aproximarnos a la mesa del altar para recibir la sagrada comunión, el cuerpo de Jesucristo.

Digo que es preciso estar preparados porque, para recibir el cuerpo de Cristo, es preciso que nuestra conciencia no nos acuse de pecado grave. Porque si estamos en pecado grave, entonces para poder comulgar es indispensable ir antes a recibir la absolución en el sacramento de la Penitencia o Confesión.

La celebración de la Eucaristía no es una simple ceremonia a la que vamos a asistir; es un acontecimiento real, en el que nos encontramos con Dios vivo en la persona de su Hijo, de quien celebramos la renovación de la pasión, muerte y resurrección y comulgamos su cuerpo y sangre como Él mismo nos dijo: «Esto es mi Cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía» (Lc. 22, 19). «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20).

El Señor nos dice, refiriéndose al pan y al vino consagrados: «Esto es mi Cuerpo». Por lo tanto, si el Señor dice que es, es, y no puede dejar de ser, porque la palabra de Dios realiza lo que significa. En virtud de esta palabra, en las especies del pan y del vino consagrados está el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, durante todo el tiempo que las especies se conserven. Se opera, en virtud de la palabra de Dios, el fenómeno de la transustanciación. Aquí debe estar firme nuestra fe, porque es alimentada y esclarecida por la palabra de Dios, que para nosotros es vida y luz. No andamos en las tinieblas, sabemos por dónde vamos, seguimos el camino que Dios nos trazó, seguimos a aquel que dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn. 8, 12). Seguimos a Jesucristo, el Verbo de Dios, la palabra del Padre.

Así, si nuestra observancia del precepto dominical se limitase solamente a no trabajar, no podríamos decir con conciencia tranquila que cumplimos el mandamiento de Dios, porque habremos respetado la parte referente al descanso, pero nos falta la parte de la consagración del día al Señor. Es que Dios no nos creó simples seres materiales, tenemos también una parte de nuestro ser que es espiritual, que nos hace semejantes a Dios: somos seres que piensan, conocen, escogen libremente y deciden; somos obra del pensamiento de Dios, creada por voluntad de Dios. Por eso, la parte espiritual tiene que acompañar y santificar al descanso físico, corporal.

Y todavía menos cumplirán este precepto aquellos que se sirviesen de este día sólo para distracciones, pasatiempos y diversiones, sobre todo si son pecaminosas. Entonces, se convierte el día que debe ser consagrado al Señor en un día de pecado, que ofende a Dios y pierde a las almas. A este respecto, nos dice la Sagrada Escritura: «El que lo profane será castigado con la muerte; el que en él trabaje será borrado de en medio de su pueblo. Trabajarás durante seis días, pero en el séptimo día habrá descanso total consagrado al Señor» (Ex. 31, 14-15).

Como vemos, el texto insiste en la consagración al Señor de este día de descanso. Y esta consagración exige que por lo menos una parte del día sea para un encuentro con Dios, un encuentro donde nos pongamos en comunicación más directa y sentida con el Señor por medio de la oración privada y colectiva, participando en la santa misa, oyendo la palabra de Dios, que, por medio de los sacerdotes, nos es dirigida en la asamblea general de los fieles. Fue a ellos a los que el Señor confió la misión de transmitirnos su palabra y de guiarnos por los caminos de la salvación.

Si, por casualidad, vemos que, de entre los sacerdotes, hay algunos que se desorientan y alejan ¡no nos sorprendamos! También ellos son hombres, sujetos a la flaqueza humana como nosotros. En el correr de los tiempos, encontramos muchos que se desorientaron y fueron infieles a Dios y a la misión que el Señor les había confiado. Es un hecho del cual el propio Dios se queja y lamenta: «Para vosotros pues, ¡oh sacerdotes!, este decreto: si vosotros no escucháis y no decidís de corazón dar gloria a mi nombre, dice Yavé Sebaot, y mandaré sobre vosotros la maldición, y haré maldición de vuestra bendición, y aun la he hecho ya maldición, porque no os decidís de corazón. Por eso os quebrantaré el brazo y os echaré al rostro la inmundicia, la basura de vuestras solemnidades, y seréis echados donde se echa ella. Sabréis que Yo he dado este decreto para que sea real mi pacto con Leví, dice Yavé Scbaot. Mi pacto con él fue vida y paz, y se las di; temor, y él me temió, y ante mi nombre se llenaba de temor. Tuvo en su boca doctrina de verdad y no hubo iniquidad en sus labios; anduvo conmigo en integridad y rectitud y apartó del mal a muchos; pues los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca ha de salir la doctrina, porque es un enviado de Yavé Sebaot» (Mal. 2, 1-7).

Dios nos muestra aquí la figura del sacerdote que fue infiel y la figura del que persevera fiel al Señor y a la misión que Él le confió. Aunque algunos retrocedan, los otros que perseveran no han de perder en nada nuestro respeto, nuestra estima y nuestra veneración; antes, la flaqueza de unos ha de hacer resaltar más el valor de los otros. Por eso, debemos escuchar siempre, con fe, al sacerdote, porque él es una luz para nuestro camino, un guía para nuestra vida y una fuerza para nuestras flaquezas.

Cristo es verdadero y eterno sacerdote de la Nueva Alianza, Y todos nosotros que permanecemos unidos con Él, participamos de su sacerdocio, cada uno en la esfera en que Dios le colocó.

Unidos todos, en la misma fe, en la misma esperanza y en la misma caridad, somos el pueblo de Dios, que la Sagrada Escritura describe como un pueblo sacerdotal. San Pedro, en su Primera Carta, nos dirige estas palabras: «Pero vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz: los que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia» (1 Pe. 2, 9-10).

Y, poco antes, decía: «También vosotros —como piedras vivas— sois edificados como edificio espiritual en orden a un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Ped. 2, 5). Fue por el bautismo que recibimos esta dignidad sacerdotal, en virtud de la cual podemos y debemos ofrecer sacrificios espirituales; todas las buenas obras del cristiano, el anuncio de las maravillas de Dios, las súplicas y acciones de gracias nuestras y de nuestros hermanos, el testimonio de una vida santa, la abnegación y donación al servicio del prójimo.

Debemos tener conciencia de que fuimos hechos participantes del sacerdocio de Cristo, para cooperar en su obra de la redención. Esa conciencia nos ayuda a observar dignamente el precepto dominical, en cuanto día consagrado al Señor: el día ha de ser aprovechado también para nuestra propia evangelización por el estudio de las leyes y la doctrina de Dios para después en la vida ordinaria saber aplicarlas a cada caso; vivirlas y transmitirlas a los que nos rodean y sobre lodo a aquellos que el Cielo confió a nuestra responsabilidad.

Si, por el contrario, pasamos nuestro domingo sólo en descanso físico y distracciones, ¿podremos decir que cumplimos nuestra misión sacerdotal junto a aquellos que el Señor nos confió? ¿No habremos faltado al buen ejemplo que hemos de dar a los que nos observan? No olvidemos que el apostolado del buen ejemplo es superior al de la palabra, si ésta no se concretara coherentemente en nuestra vida pública. Es muy verdadero el dictado de nuestro pueblo: «las palabras mueven, pero el ejemplo arrastra». Esto quiere decir que nuestra vida ha de estar en armonía con nuestras palabras.

Todos nosotros, más o menos, en el medio en que nos encontramos, tenemos responsabilidades por el bien del prójimo y por la salvación de sus almas. Por nuestras actitudes para con ellos, por nuestras palabras, por nuestras acciones y por nuestras oraciones que debemos hacer en particular y en común con ellos y por ellos, hemos de ayudarnos mutuamente a andar y a perseverar en el buen camino: en el camino de la fe en Cristo, en el camino de la esperanza, en el camino de la caridad, que a todos nos une en Cristo, cabeza y jefe de su pueblo, que es la Iglesia. Si así no hacemos, ¿cómo consagramos al Señor nuestro domingo?

En el Evangelio, san Juan dice que muchos de los discípulos que acompañaron a Cristo, cuando le oyeron anunciar el misterio de la Eucaristía, no creyeron, se escandalizaron y abandonaron al Señor. Entonces Jesús, al ver esto, les dijo: «“¿Esto os escandaliza? Pues, ¿si vierais al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve: las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de vosotros que no creen”. En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que le iba a entregar. Y decía: “Por eso os he dicho que ninguno puede venir a mí si no le fuera dado por el Padre”. Desde entonces muchos discípulos se echaron atrás y ya no andaban con Él. »

Entonces Jesús dijo a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios”. Les respondió Jesús: “¿No os he elegido yo a los doce? Sin embargo, uno de vosotros es un diablo”. Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, pues éste, aun siendo uno de los doce, era el que le iba a entregar» (Jn. 6, 61-71).

Este pasaje del Evangelio nos muestra cómo desde el principio hubo, en la Iglesia de Dios, incrédulos, infieles y desertores. Abandonan a Dios para seguir las tentaciones del orgullo, de los celos, de la carne, del Demonio y del mundo. No reparan en lo que dice el Señor: «La carne de nada sirve: las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida». En verdad, cuando el espíritu abandona la carne ¿ésta para qué sirve? Entremos en un cementerio, miremos a las sepulturas: ¡Ellas nos dan la respuesta!

Pero esta respuesta es aún incompleta, porque vendrá un día en que aquellos cuerpos, allí reducidos a cenizas, han de resurgir para la vida eterna y, unidos de nuevo a las almas que los animaran durante la vida terrestre, irán a participar de la misma suerte que a éstas hubiese cabido después de la muerte, según el merecimiento de las obras buenas o malas de cada uno. Por eso Jesucristo nos dice que la carne no sirve para nada porque el espíritu es el que da la vida. Y las palabras que él nos dice «son espíritu y son vida»; esto es, para quien cree en ellas y las sigue. San Pedro respondió: «Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna».

Como el Apóstol, debemos creer en Cristo y permanecer unidos a Él en la persona del sucesor de san Pedro, el papa, el obispo de Roma, y con él decir: «Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios». Y cuanto más veamos que otros se alejan, tanto más firmes nos debemos mantener en nuestra fe, unidos a Cristo, en la persona de su representante, el papa, único verdadero jefe de la única verdadera Iglesia de Dios, fundada por Jesucristo. Éste permanece, y está con nosotros hasta el fin de los tiempos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 20).

Esta es la puerta de la salvación que Dios nos abrió y el camino por donde hemos de ir hasta Él: Cristo en su Iglesia. Somos miembros de la Iglesia de Cristo, formamos parte de la asamblea de Cristo y vivimos unidos en Cristo para ser salvados por Cristo. Es el domingo, es el día destinado por Dios para reunirse en asamblea los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que forman su Iglesia.

¡Ave María!

0 Comments

Déjanos un comentario