NO HURTAR
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)
No robarás» (Éx. 20, 1).
Dios nos prohíbe el robo, porque es un acto contra la justicia: es injusto apoderarnos de una cosa que no nos pertenece. Es un acto que repugna a la justicia de Dios; por eso, Él nos dice: «No codiciarás la casa de tu prójimo [...] ni cosa alguna que le pertenezca» (Ex. 20, 17).
«No codiciarás la casa de tu prójimo». Con este precepto, Dios nos prohíbe codiciar lo que pertenece al prójimo, y si no codiciamos, tampoco robaremos, porque lo que lleva al robo es la codicia.
Si no tenemos lo preciso —y si podemos—, debemos trabajar para ganarlo seria y honradamente. En verdad, todo aquel que, teniendo salud y edad propia para eso, no trabaja, falta a la ley del trabajo, impuesta por Dios a toda la humanidad: «El Señor llevó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén para cultivarlo y también para guardarlo» (Gén. 2, 15).
Al principio, cuando Dios dio esta obligación del trabajo al hombre, el trabajo era una especie de entretenimiento y diversión, pero, desde que el hombre pecó, transgrediendo la orden que Dios le diera de no comer del fruto del árbol prohibido, el precepto de trabajar pasó a ser sentido como una penitencia y un castigo por el pecado cometido. «El Señor le dio este mandato: “De todos los árboles del Paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirás” (...). Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió (...). (El Señor Dios) dijo al hombre: “Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol del que te prohibí comer, diciéndote: ‘No comas de él’, por ti será maldita la tierra.
Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Te dará espinas y abrojos. Y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres y al polvo volv rás”» (Gén. 2, 16-17; 3, 6.17-19).
Así, siguiendo este texto sagrado por causa del pecado de los primeros seres humanos, todos quedamos sujetos a la ley del trabajo y a la muerte temporal: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres y al polvo volverás». Digo que quedamos sujetos a la muerte temporal, porque de la muerte eterna fuimos rescatados en la redención operada por Jesucristo. Ahora, para ser salvos nos resta sólo cooperar con la gracia que Él nos mereció.
Exentos de la ley del trabajo están solamente los niños, porque aún no tienen la fuerza precisa para eso, los enfermos imposibilitados, y las personas que, por la edad y por los muchos trabajos pasados, ya tienen las fuerzas gastadas. Para asistir con lo preciso a todos ellos están todos cuantos tienen para con ellos ese deber de justicia, sobre todo aquellos que están disfrutando de lo que aquellos hicieron con su esfuerzo y sacrificio, y aquí está la caridad de todos los que saben comprender y amar al prójimo De esta forma, todos podrán vivir, seria y honradamente, como hermanos que somos, como hijos del mismo Padre que está en el Cielo, sin transgredir su mandamiento «No robarás».
Hay tantas y tan variadas maneras de robar que es imposible enumerarlas todas aquí, pero voy a mencionar algunas. Así, en el negocio, es robo cobrar por cualquier mercancía más de lo que es justo, abusando tal vez de la necesidad y de la ignorancia del prójimo. De parte de los que trabajan y reciben el sueldo, el robo es no dedicar el tiempo debido a su trabajo y no trabajar con la diligencia y perfección requeridas para que las cosas queden bien hechas. Y de parte de los que son servidos por ellos, es robo no pagar como deben y a su tiempo.
Robo es privar al prójimo de sus legítimos derechos, sea oprimiéndole de tal modo que no pueda hacer uso de aquello a que tiene derecho, sea privándole de la propia libertad que como ser libre que es merece, pues así Dios lo creó, o de cualquier otra manera.
También es robo engañar al prójimo, vendiéndole como buenas o de buena clase cosas deterioradas, vendiéndoles animales enfermos como si estuvieran sanos.
Dios prohibió todas estas clases de robos diciéndonos: «No hurtaréis, no mentiréis, no usaréis de engaños unos para con los otros» (Lev. 19, 11). Y san Pablo recomienda la guarda de este mandamiento con las siguientes palabras: «Y no deis ocasión al diablo. El que robaba que no robe ya, sino que trabaje seriamente, ocupándose con sus propias manos en algo honesto, a fin de que tenga con qué ayudar al necesitado» (Ef. 4, 27- 28). Y todavía dice en otro lugar: «Hermanos, os ordenamos en nombre de Nuestro Señor Jesucristo que os alejéis de todo hermano que ande en desorden y no conforme a la tradición que recibieron de nosotros (...). Pues también cuando estábamos con vosotros os dábamos esta norma: si alguno no quiere trabajar, que no coma. Pues oímos que hay algunos que andan con desorden entre vosotros sin hacer nada pero metiéndose en todo. A esos ordenamos y exhort mos en el Señor Jesucristo a que coman su propio pan trabajando con sosiego» (2 Tes. 3, 6.12).
El Apóstol manda no andar en compañía de aquellos que sabemos que tienen malas costumbres, que transgreden las leyes de Dios, porque pueden arrastrarnos por malos caminos y perdernos, y nos exhorta a que si hemos andado por malos caminos, nos corrijamos, volviendo a trabajar honestamente, para ganar el sustento de cada día y socorrer al prójimo necesitado.
Otra clase de robo es el del buen nombre. Difamar al prójimo, privándole de la estima y de la confianza de sus semejantes, es la especie más grave de robo que se comete, porque se quita aquello que él más precisa, o sea, el buen nombre, su honra, la confianza y el aprecio de sus hermanos, colocándole así en difíciles condiciones, en su vida particular, pública y social.
Condenando todo esto, Dios declara al pecador: «¡Cómo! ¿Te atreves tú a hablar de mis mandamientos, a tomar en tu boca mi alianza, teniendo luego en aborrecimiento mis enseñanzas y echándote a las espaldas mis palabras?
Si veías al ladrón, corrías a unirte a él y tenías tu parte con el adúltero. Ponías el mal en tu boca y urdía tu lengua el engaño. Sentado, difamabas a tu hermano y esparcías la calumnia contra el hijo de tu madre. Esto lo he visto Yo, y porque callaba, creíste que de cierto era Yo como tú. Pues te corregiré poniendo esto ante tus ojos» (Sal. 49-50, 16-21). Y el salmista concluye: «Meditad seriamente en esto, vosotros que os olvidáis de Dios, no acontezca que os arrebate, y nadie os salvará» (Sal. 49-50, 22).
Acojamos esta llamada divina de atención, porque está en juego nuestra propia condenación. Acertemos en nuestra vida con Dios, por la fiel y constante observancia de su ley y de su palabra que es su Verbo, Jesucristo nuestro Salvador: «El que oye mi palabra y cree en el que me envió tiene vida eterna, y no viene a juicio sino que pasa de la muerte a la vida» (Jn. 5, 24).
¡Ave María!
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