LOS MANDAMIENTOS SE ENCIERRAN EN LA CARIDAD
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)
Hemos recorrido uno por uno los mandamientos de Dios para ver cómo los debemos observar. Vemos que por su observancia podemos salvarnos, y por la transgresión podemos condenarnos.
Y no se puede decir como algunos insensibles, cínicos, derrotados o individualistas: “¡eso no va conmigo!”.
Pero... ¡si el Cielo entero se movilizó para salvarte! ¿Cómo puedes afirmar que ese trabajo de salvación de tu alma a ti no te afecta? El Hijo del eterno Padre murió en la Cruz en tu lugar y en vez de ti, ¿vas ahora a entregarte al Infierno que Él ya venció? Termina con la insensatez de desafiar a la muerte eterna. El Padre del Cielo no quiere perderte: ¿Cómo puedes olvidarlo, despreciarlo, aniquilarlo en ti? El dolor de un Padre, el dolor de tu Padre, te deja del todo indiferente. Si es así, ¿tienes la certeza de estar aún en el reino de los vivos?, ¿no habrás descendido ya al reino de los muertos?
¡Grande es el sufrimiento de Dios por los pecados de los hombres! En su aparición de octubre de 1917, Nuestra Señora termina la serie de sus palabras diciendo: «No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido». Y ofendemos a Dios cuando transgredimos su Ley, los mandamientos.
¿Pero por qué Dios se siente tan ofendido por el pecado contra sus mandamientos? A Dios en sí mismo, propiamente, no le atañe. Dios continúa siempre siendo el que es: eternamente feliz, grande, poderoso, inmenso, fuente de vida y de todos los bienes. Pero Dios es amor, y con el pecado disminuimos el amor: no el amor de Dios hacia nosotros, sino nuestro amor para con Dios. En el momento en que transgredimos una de sus leyes, dejamos de amar a Dios, abrimos una laguna en el amor. ¿Cómo puede un hijo decir que ama a su padre, si en la propia casa de este transgrede y desprecia sus órdenes, sus enseñanzas, sus beneficios y sus caricias? Puede ser —y lo es— un hijo rebelde, no un hijo que ama a su padre.
Todo el amor que es verdadero, exige sacrificio, exige renuncia, exige dádiva y entrega. Así fue como Dios nos amó desde el principio. Nos creó a su imagen, haciéndonos participes de su vida; de sus dones, tales como la inteligencia o el pensamiento, la sabiduría, la voluntad, la libertad; y nos destinó a la Vida Eterna. Toda esta participación que él nos hizo de sus dones, tanto en orden a la naturaleza como de la gracia, es de parte de Dios para con nosotros un darse, entregarse, desvelarse y descender por amor, para elevarnos, engrandecer, perfeccionar e identificarnos con Él.
Todo pecado es, de nuestra parte, una quiebra en el amor. Cuando Dios nos vio caídos, gran amor y compasión se inflamó en Él por nosotros; se entregó por nuestro rescate en la persona de su Hijo, Jesucristo, que el Padre envió al mundo para salvarnos. Abismo insondable del amor divino, que san Juan describe así: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. [...] Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo» (Jn. 1, 14-17). Y Jesús declara haber descendido del Cielo porque ésa era la voluntad del Padre, y que vino para salvarnos y darnos la Vida Eterna que habíamos perdido por el pecado: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que viene a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del Cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. Esta es, pues, la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn. 6, 37-40).
Cuánto nos ama el Padre se ve en el don que nos hizo del propio Hijo: «Porque Dios amó de tal modo al mundo que le dio a Su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a Su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él. Quien en Él cree, no es condenado, y quien no cree en Él, ya está condenado, porque no creyó en el nombre del Hijo único de Dios. Y la causa de la condenación es ésta: que la luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace el mal odia la luz y no se aproxima a la luz, para no ser descubiertas sus obras. Pero quien practica la verdad, se aproxima a la luz, a fin de que sus obras sean manifiestas, pues son hechas en Dios». (Jn 3, 16-21)
Así, Jesucristo es la manifestación del amor del Padre; este amor fue enviado al mundo para difundirlo en los corazones de la humanidad y atizar en ellos el fuego de la caridad, que lo abrasa y lo consume por el bien de sus hijos, a fin de unirlos en un mismo ideal de vida sobrenatural, de fe y de amor a Aquel que los creó y salvó. Dios es caridad, nos lo dice san Juan: «El que no ama, no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que recibiéramos por él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn. 4, 8-10).
Como vemos, Dios se nos da por amor, y este amor, cuando se enciende en un corazón, todo lo suaviza, todo lo dulcifica, porque apaga el fuego de las pasiones desarregladas y allana los caminos de santidad, que consisten en la observancia de la Ley divina por amor. Y es entonces cuando el amor se intensifica entre la persona y Dios, y la unión se estrecha con lazos más fuertes e inquebrantables, volviéndose ese amor la vida de la persona. Y, llevada por esta llama, ella se entrega totalmente a Dios y al prójimo, por amor de Dios. Lo que la persona desea entonces es comunicar a los otros el tesoro de gracia y de felicidad que tiene en sí; quiere allanarles el camino y los ayuda a andar, para que puedan gozar de la misma dicha que le vuelve feliz: el amor.
Es el mandamiento nuevo que Cristo vino a traer a la tierra, y el que hasta entonces era desconocido o mal interpretado: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn. 13, 34). Cristo nos amó y se entregó por nosotros a la muerte, y así Cristo es el modelo de nuestro amor puro, casto, santificado por Dios y por los hermanos; es el modelo de nuestra entrega, de nuestra consagración y de nuestra fidelidad a Dios y al prójimo. Con estas palabras no estoy pensando solo en los religiosos y religiosas, sino en todos, porque, por el bautismo, todos somos consagrados y dedicados a una vida sobrenatural de amor a Dios y al prójimo.
Ya en el Antiguo Testamento, Dios había dado esta ley: «No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Yavé. Guardarás mis mandamientos» (Lev. 19, 18-19). Sí, Dios ordenaba el amor al prójimo; pedía el amor a Él: «¡Escucha, Israel! ¡El Señor nuestro Dios es el único Señor! Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos y, cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente, entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas» (Dt. 6, 4-9).
A pesar de estar este mandamiento tan explícito en la ley antigua, fue mal interpretado y deformado, como Jesús hizo ver a los escribas y fariseos, a propósito del precepto que manda honrar al padre y a la madre: «Así habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos» (Mt. 15, 6-9). Una prueba más de la confusión y dificultad que los hombres crearon respecto de la Ley de Dios está patente en la siguiente pregunta que un maestro de la ley con otros más dirigió a Jesús: «”Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Él le respondió: “‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente’. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profe tas”» (Mt. 22, 36-40).
Como nos enseña Jesús, toda la Ley está en el amor a Dios y al prójimo por amor de Dios; o sea, amamos al prójimo porque él es hijo de Dios como nosotros y, por eso, es nuestro hermano, con una voluntad igualmente libre, con igual derecho y destino a la Vida Eterna. Por lo tanto, es ese amor el que nos ha de llevar a observar todos y cada uno de los mandamientos, porque todos ellos, de algún modo, atañen a Dios y al prójimo. Su observancia redunda siempre en gloria para Dios y en bien para nosotros mismos y para el prójimo. Al contrario, su transgresión afecta a la gloria externa —esto es, en su obra creada, no en Él mismo— de Dios, perjudica nuestro bien personal y el bien del prójimo tanto individual como socialmente considerado.
La razón es esta: nosotros somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo que es su Iglesia, pasando en ella algo parecido a lo que se da en cualquier cuerpo vivo; si un miembro suyo enferma, todo el cuerpo sufre, y, cuando se pierde un miembro, todo el cuerpo se resiente. Ahora, la transgresión de los mandamientos es una ruptura en el amor: siempre que se falta gravemente a un mandamiento se rompe el vínculo de la caridad que nos une a Dios y al prójimo; ¡no podemos decir que amamos cuando ofendemos!
En verdad, con nuestra transgresión disminuimos la aplicación personal de la obra redentora de Jesucristo, y consiguientemente su fruto; ofendemos al prójimo con nuestro mal ejemplo, sea llevándolo a andar por malos caminos, sea perjudicándole en sus derechos, salud, vida, bienes, en su buen nombre, honra, fama, dignidad personal, etc.
Pero nos perjudicamos también nosotros mismos, privándonos de la gracia de Dios, colocándonos en peligro de condenación eterna, despojándonos de la propia dignidad personal, del buen nombre, de la honra, de los bienes materiales, morales y espirituales y, en muchos casos, hasta de la propia posibilidad de ejercer nuestra libertad, ya que, como dice el Señor, «el pecador se vuelve esclavo del pecado». Sacrificamos la salud y, muchas veces, la vida temporal y eterna. ¡Tristes consecuencias de nuestra transgresión de la Ley de Dios!
Y no es difícil ver cómo toda y cualquier violacion de los diversos mandamientos acaba siempre por atentar contra la ley de la caridad; caridad para con Dios, dado que dejamos de amarle cuan- do transgredimos su ley; caridad para con el prójimo, porque directa o indirectaménte Él es ofendido; caridad para con nosotros mismos, porque nosotros disminuimos y defraudamos, privándonos de bienes irrecuperables para el tiempo y para la eternidad. Tal vez sin darnos bien cuenta, nos envilecemos a nosotros mismos.
Los mandamientos se encierran en la caridad. Todos ellos son la expresión de aquella llama viva del amor que es Dios. ¡Dios es caridad, Dios es amor! Fue por amor por lo que Dios nos lo mandó, como hace un buen padre que da a sus hijos las instrucciones precisas para poder seguir por buenos caminos y ser felices.
Los mandamientos son nuestros mejores guardianes; la mejor defensa de la vida humana. Si todos cumpliesen los preceptos divinos, no habría agresores, ladrones, adúlteros, idólatras ni enemigos de especie alguna. Nos amaríamos todos como hermanos, ayudándonos mutuamente en la alegría, paz y bienestar, cumo hijos unidos en la casa de su padre. Sí, porque el mundo es esto mismo: la casa de nuestro Dios y Padre, que a todos nos creó para vivir unidos bajo su mirada paterna, disfrutando de los mismos bienes, de las mismas caricias, siguiendo el mismo camino marcado por las mismas leyes, viviendo el mismo ideal que conduce a la posesión del mismo reino, donde la vida no se acaba, la alegría no tiene límites y el amor es eterno; eterno, porque el amor es Dios, el amor es la vida de Dios que se difunde en sus hijos.
Pero, ¿cómo podemos decir que tenemos caridad, si no amamos a Dios y al prójimo, si no somos capaces de sacrificarnos lo preciso para cumplir todos y cada uno de los mandamientos? No tenemos caridad si no somos capaces de sacrificarnos lo preciso para ser puros, castos, humildes, fieles a Dios y al prójimo; si no somos capaces de sacrificarnos por el bien de nuestros hermanos necesitados, que precisan de nuestro auxilio, de nuestro socorro, de nuestra limosna y consuelo; si no somos capaces de sacrificarnos lo preciso para dar al prójimo necesitado aquello que nos sobra, prefiriendo gastarlo nosotros inútilmente y sin necesidad.
¡Oh, lo que por ahí se gasta en pasatiempos pecaminosos, en la satisfacción de vicios, en bebidas alcohólicas, en los cafés, en las casas de juego y de diversión, en lujos y vanidades exageradas, en el tabaco, etc.! Si tenemos el coraje de reducir a ceniza y mandar al aire en humo lo que podíamos y debíamos dar a nuestros hermanos, que se encuentran en necesidad, que pasan hambre y frío, ¿donde están entonces nuestra caridad, nuestro amor a Dios y al prójimo?
¿Dónde está nuestra caridad si no somos capaces de perdonar de corazón y de pagar el mal con el bien, si nos dejamos llevar por el espíritu de venganza, por la envidia, por los celos, los prejuicios, maledicencias, odios, etc.?
Así está escrito en la Sagrada Escritura: «No sembrarás el mal en medio de tu pueblo; no quedarás indiferente al peligro de tu prójimo. Yo soy el Señor. No odiarás a tu hermano en tu corazón. [...] No te vengarás ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Yavé. Guardarás mis mandamientos» (Lev. 19, 16-19). Y Jesucristo nos enseñó a pedir al Padre que perdone nuestros pecados así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido, y Él dice la razón: «Pues si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt. 6, 14-15).
En su Evangelio, al referir esta pregunta hecha por un escriba a Jesús: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?», san Marcos deja transparentar toda la alegría que se apoderó de aquel escriba por la respuesta recibida, contestando así: «¡Bien, Maestro!, con verdad has dicho que Dios es uno solo y no hay otro fuera de Él; y amarle con toda la fuerza, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc. 12, 32-33). En estas palabras, tenemos maravillosamente explicado el primero y mayor de todos los mandamientos, o sea, el amor —amor a Dios y al prójimo—. Pero es preciso tener presente que no cumplimos íntegramente en cuanto transgredimos aunque sea uno solo de los varios preceptos dados por Dios, ya que todos estos se encierran formando parte de esos dos, por lo que su transgresión repercute en una falta contra el mandamiento de la caridad. Ellos son una especie de explicación más pormenorizada que Dios nos dio sobre el modo como debemos observar el mandamiento del amor.
Y para terminar esta pequeña reflexión sobre los diez mandamientos de la Ley de Dios —como parte integrante de su mensaje, enviado a la tierra por medio de su y nuestra Madre, como un llamamiento y una llamada de atención hacia el camino trazado por Él para todos los que quisieran salvarse—, os dejo aquí lo que Jesucristo recomendó a sus apóstoles y a nosotros también, ya en las últimas horas de su vida terrestre: «Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamienos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo. Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando, que os améis los unos a los otros» (Jn. 15, 9-17).
Entonces, Jesús nos lleva más aún a la perfección del amor a Dios y al prójimo. En verdad, amar a los amigos es fácil, pero es preciso amar también a nuestros enemigos y pagar con el bien el mal que de ellos recibimos. ¡Es aquí cuando nuestra caridad raya el heroísmo! El Señor dio la vida por sus amigos y también por sus enemigos: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc. 23, 34). Pidió perdón para sus enemigos y quiso salvarlos, dejando confirmado el ejemplo que antes nos había dado: «Pero a vosotros que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; [...] será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc. 6, 27; 35-36).
¡Ave María!
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