HONRAR PADRE Y MADRE
(Del Libro de Sor Lucia: “Las llamadas del mensaje de Fátima”)

«Honra a tu padre a tu madre como te ordenó el Señor, tu Dios» (Dt. 5, 16).

San Pablo, escribiendo a los Efesios, recuerda a los hijos este mandamiento, dado por Dios a toda la humanidad: «Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, éste es el primer mandamiento que va acompañado de una promesa: para que te vaya bien y vivas largo tiempo en la tierra» (Ef. 6, 1-3). Hemos de respetar esta ley, que nos prescribe honrar al padre y a la madre, no sólo para ser felices en la tierra, sino sobre todo para evitarnos la desgracia eterna, dado que proceder en sentido contrario es proceder contra la justicia y la caridad, constituyendo, por eso mismo, pecado grave que nos puede llevar a la eterna condenación, designada como la muerte eterna: «Quien maldijere al padre o a la madre, será condenado a muerte» (Ex. 21, 17).

El rigor con que Dios pide la observancia de este mandamiento nos muestra la gravedad del pecado contra el mismo. En una solemne celebración de la Ley de Dios —para la cual Moisés convocó a todo el pueblo de Dios, que en ella toma parte, declarando el apoyo propio a cada uno de los enunciados de los Levitas—, entre las maldiciones que éstos debían proclamar contra los transgresores de las leyes divinas aparece la siguiente: «Maldito el que trata con desprecio a su padre o a su madre. Y todo el pueblo dirá: Amén» (Dt. 27, 16). Y el Libro del Eclesiástico nos recuerda este mandamiento, invocando la deuda de gratitud que tenemos para con nuestros padres: «Honra a tu padre con todo tu corazón, no olvides los gemidos de tu madre, acuérdate que no habrías nacido sin ellos. ¿Cómo les pagarás lo que hicieron por ti?» (Eci. 7, 27-28).

Jesucristo, confirmando este mandamiento y como Dios se toma a pecho su fiel observancia, no tolerando evasivas humanas, sea por la razón que fuere, censura a los fariseos en estos términos: «Él les respondió: “¿Y por qué vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: ‘Honra a tu padre y a tu madre. Y el que maldiga a su padre o a su madre sea castigado con la muerte’. Pero vosotros decís que si alguien dice a su padre o a su madre: ‘Cualquier cosa mía que te aproveche sea declarada ofrenda’, ése ya no tiene obligación de honrar a su padre. Así habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo:

‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos’”» (Mt. 15, 3-9).

He aquí el mandamiento de Dios en una página memorable del autor del Libro del Eclesiástico:

«Escuchad, hijos míos, que soy vuestro Padre, y obrad de modo que alcancéis la salud.

Pues Dios honra al padre en los hijos y confirma en ellos el juicio de la madre

El que honra al padre expía sus pecados. Y como el que atesora es el que honra a su madre.

El que honra a su padre se regocijará en sus hijos y será escuchado en el día de su oración.

El que honra a su padre tendrá larga vida, y el que obedece al Señor es consuelo de su madre.

El que teme al Señor honra a su padre y sirve como señores a los que le engendraron. De obra y de palabra honra a tu padre, para que venga sobre ti su bendición. Porque bendición de padre afianza la casa del hijo y maldición de madre la destruye desde sus cimientos.

No te gloríes con la deshonra de tu padre, que no es gloria tuya su deshonra.

Porque la gloria del hombre procede de la honra de su padre y es infamia de los hijos la madre deshonrada.

Hijo, acoge a tu padre en su ancianidad y no le des pesares en su vida. Si llega a perder la razón, muéstrate con él indulgente y no le afrentes porque estés tú en la plenitud de tu fuerza, que la piedad con el padre no será echada en olvido, y en vez del castigo por los pecados tendrás prosperidad.

En el día de la tribulación, el Señor se acordará de ti, y como se derrite el hielo en día templado, así se derretirán tus pecados.

Corno un blasfemo es quien abandona a su padre, y será maldito del Señor quien irrita a su padre» (Eci. 3, 1-18).

Todas estas sentencias son la voz de Dios, que nos dice cómo debe ser nuestro proceder para con nuestros padres.

Pero la observancia de este precepto va más lejos, porque éste abarca también a toda la autoridad constituida por Dios junto a nosotros. Así, san Pablo, después de decir que los hijos obedezcan y respeten a los padres, exhorta a los súbditos a obedecer a los superiores.

«Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, pues esto es agradable al Señor. [...] siervos, obedeced en todo a vuestros señores terrenos, no sirviendo sólo en su presencia como quien busca agradar a los hombres, sino con sinceridad de corazón, temiendo a Dios en todo lo que hiciereis, hacedlo de todo corazón como quien lo hace por el Señor y no por los hombres, sabiendo que recibisteis del Señor la herencia como recompensa. Servid al Señor Jesucristo» (Col 3, 20-24). Estas palabras son una llamada a la fe: servid a nuestros superiores, viendo a Dios en ellos y esperando de Dios la recompensa de su herencia.

Debemos, pues, considerar a nuestros superiores como padres; amarlos, servirlos, honrarlos como si hubieran sido enviados por Dios junto a nosotros, para que, como siervos de Dios —porque su misión también es un servicio— y en nombre de Dios, nos auxilien, guíen nuestros pasos y nos conduzcan por los caminos de la vida.

Y acordémonos de que enviados de Dios somos todos, cada uno para ocupar el lugar donde nos encontrarnos colocados: los hijos son enviados por Dios a los padres, para que éstos los críen, eduquen y coloquen en los caminos de la vida; los maestros son enviados por Dios para enseñar a sus alumnos; los alumnos son enviados por Dios a los maestros, para que éstos les enseñen las artes, las ciencias naturales y sobrenaturales. Y así todo es servicio, sea como padres, sea como maestros o sea corno hijos, alumnos o trabajadores. Todo es servicio en nombre del Señor.

Los empresarios patronos sirven a sus empleados dándoles trabajo y pagando su salario, proporcionándoles así un modo de ganarse la vida seria y honradamente. De esta forma, todos somos siervos de Dios, sirviéndole en la persona de nuestros hermanos.

Esta doctrina es ratificada por las palabras de Jesucristo: «En verdad, en verdad os digo: quien recibe al que yo envíe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe al que me ha enviado» (Jn. 13, 20). Y, hablando a sus discípulos, después de la petición que la madre de los hijos de Zebedeo hiciera (imagen), en el sentido de que éstos vinieran a ocupar los primeros lugares en el Reino de los Cielos, el Señor les dice: «Sabéis que los que gobiernan los pueblos los oprimen y los poderosos los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; por el contrario, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro serv dor; Y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro esclavo. De la misma manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir dar su vida en redención por muchos» (Mt. 20, 25-28).

Y, puesto que somos cristianos, esto es, seguimos a Cristo, todos debemos volvernos siervos de nuestros hermanos; hemos de servir con amor, con respeto por la personalidad y la dignidad de nuestro prójimo, porque la dignidad no está en el lugar que se ocupa, pero sí en el derecho que pertenece a cada persona. Uno es el derecho del padre, otro es el del hijo; uno es el derecho del maestro, otro el del alumno...

Es verdad que unos son los que gobiernan y dan órdenes, y otros son los que las cumplen, pero lo que somos todos es seres creados por Dios, a su imagen y semejanza, destinados a la Vida Eterna, que es participación de la vida de Dios. Por eso, Dios nos creó como seres inteligentes, que piensan y conocen, capaces de descubrir a Dios, que nos creó como seres libres; capaces de discernir el bien y el mal y decidirnos por uno de ellos y, en base a la elección hecha, merecer la eterna recompensa o el castigo eterno.

Todos nosotros somos obra del pensamiento de Dios. Y nuestra inteligencia, por pura bondad divina, es capaz de alcanzar ese pensamiento creador, en la medida en que Dios lo quiera transmitir. Debemos, por eso, servirnos de ella para conocer a Dios, las maravillas de su obra creadora, que son el objeto de la ciencia humana y los misterios divinos que Él tuvo por bien revelarnos y, sobre todo, aprovechando todos esos acontecimientos que Dios nos hizo llegar por tantos modos y medios, siendo el último su propio Hijo, hemos de procurar amarlo y servirlo en la persona de nuestros hermanos, que son, como nosotros, hijos del mismo Padre que está en los cielos.

Fue bajo este aspecto de servicio como Jesucristo instituyó su Iglesia: para conducir a las fuentes de la salvación a la humanidad entera. Todos los miembros de la Iglesia deben sentirse como siervos de Dios puestos al servicio de este designio salvador, a semejanza de Cristo que vino «a servir y dar Su vida en rescate por muchos» (Mt. 20, 28); al servicio de los miembros de su Cuerpo Místico colocó Él la jerarquía sagrada a quien confió la misión que recibiera del Padre: «Como el Padre me envió, así os envío yo» (Jn. 20, 21). Por eso el papa, verdadero y universal representante de Cristo, jefe y cabeza visible de su Iglesia, se designa «siervo de los siervos de Dios».

Así, este precepto que nos manda honrar al padre y a la madre abarca toda la autoridad, que, cerca de nosotros, como nuestros padres, representa a Dios y fue constituida por él.

De este modo, la Iglesia fue instituida por Cristo para servir a Dios y al pueblo de Dios; por consiguiente, debemos respetarla, amarla y seguir sus enseñanzas. Como, en el Antiguo Testamento, Dios envió sus profetas para instruir y guiar al pueblo elegido por los caminos de sus mandamientos, así también Jesucristo nos dio su Iglesia para continuar, por medio de ella, la obra de nuestra redención. Por eso a esta Iglesia de la cual somos miembros e hijos, debemos amarla, servirla y respetarla como madre espiritual que Dios nos dio para gloria de su nombre y del Cuerpo Místico de Jesucristo, su Hijo y nuestro Salvador.

¡Ave María!

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