EL CONOCIMIENTO DE DIOS
(Del Libro: “Las llamadas del mensaje de Fátima”. Sor Lucia)


Para cumplir los mandamientos de la Ley de Dios es preciso conocer a Dios. ¿Quien es Dios?


El libro del Deuteronomio describe cómo Moisés, ya a las puertas de la Tierra Prometida, colocó a su alrededor a las doce tribus de Israel para recordarles todo el camino por el cual Dios les había conducido, desde la salida de Egipto hasta llegar ahí, al río Jordán. He aquí cómo Moisés recuerda el gran don de Dios a su pueblo, el Decálogo: «Yavé nos habló cara a cara sobre la montaña, en medio de fuego. Yo estaba entonces entre Yavé y vosotros, para traeros sus palabras, pues vosotros teníais miedo del fuego y no subisteis a la cumbre de la montaña. Él dijo: “Yo soy Yavé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre”» (Dt. 5, 4-6).


Dios se manifestó a su pueblo en el monte Sinaí, para que lo reconociese como el único Dios verdadero. Nosotros estábamos allí representados por los israelitas; también a nosotros Dios se manifiesta y dirige su palabra.


Todos los israelitas vieron el fuego sobre la montaña y todos comprendieron que era fuego sobrenatural, porque no quemaba ni consumía; en ese fuego, de algún modo, vieron a Dios y quedaron aterrados, como ellos mismos confesaban, acabando por pedir a Moisés que les hiciera de mediador: «Yavé, nuestro Dios, nos ha hecho ver Su gloria y Su grandeza y oír su voz en medio del fuego; hoy hemos visto a Dios hablar al hombre y quedar éste con vida. ¿Por qué, pues, morir devorados por ese gran fuego, si seguimos oyendo la voz de Yavé nuestro Dios? Porque, de toda carne, ¿quién como nosotros ha oído la voz del Dios vivo, hablando en medio del fuego, y ha quedado con vida? Acércate tú y oye lo que te diga Yavé, nuestro Dios, y transmítenos cuanto Yavé te diga. Nosotros lo escucharemos y lo haremos» (Dt. 5, 24-27).


¡Todo esto me hace pensar!

En tanto Moisés sube tranquilo a la montaña para aproximarse a Dios y hablar íntimamente con El, el pueblo se atemoriza y tiene miedo de morir. ¿No será porque por el pecado de idolatría se despojó a sí mismo de la fuerza de la gracia y de la capacidad precisa para poder, como Moisés, ver y oír la voz de Dios? El miedo que ellos sentían no provenía ciertamente de la presencia de Dios, mas sí del grito de la propia conciencia, porque es ésta la que nos acusa delante de Dios y nos condena.

A mí, ¡ojalá fuera absorbida por esa divina llama! En este pasaje de la Sagrada Escritura, me parece ver, en Moisés, la imagen de las almas puras, que se elevan continuamente hacia Dios, subiendo la montaña de la santidad, al paso que las que viven sumergidas en una vida de pecado van descendiendo cada vez más, enterrándose en el lodazal del vicio y alejándose cada vez más de Dios. Dejan de amarlo, porque el pecado apaga en ellas la llama de la caridad; ya no confían, porque el pecado les confunde la inteligencia y no saben mirar hacia la misericordia de Dios; pierden la fe, porque la pasión las ciega y no les deja ver la luz de Dios.


En Moisés, veo también la imagen de la persona que corresponde a la llamada de Dios. Nada le atemoriza, porque su conciencia está tranquila, cree en Dios, observa sus preceptos y corre a su encuentro. Sabe que su Creador es el único Dios verdadero que da el ser a todo cuanto existe; por eso confía en su poder, en su bondad, en su sabiduría, en su amor.
Dios se manifestó a los israelitas para asegurarles de la realidad de su existencia y que pudieran así transmitir la certeza de esta verdad. También nosotros somos espiritualmente del número de este pueblo; entroncados en Cristo por el bautismo, entrados a formar parte del pueblo de Dios. Fuimos escogidos por Dios para ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que es su Iglesia. Y es esta Iglesia la que, universalmente, forma el Pueblo de Dios, como se ve por el mandato que recibió de Cristo: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea, se condenará” (Mc. 16, 15-16). Es preciso, pues, creer en Dios y ser bautizado para ser salvado, para pertenecer al Pueblo de Dios y ser del número de sus escogidos.


Atemorizados no sólo por el fuego de Dios sobre la montaña que temblaba, sino también por la voz de trueno con que Dios les hablaba, los israelitas pidieron a Moisés que fuera su intermediario ante Dios. Cuando volvió de junto a Dios, Moisés les transmitió las leyes que Dios le dio, y, después, les dijo: «Éstas son las palabras que Yavé dirigió a toda vuestra comunidad desde la montaña, en medio de fuego, de nube y de tinieblas, con fuerte voz, y no añadió más. Las escribió sobre dos tablas de piedra que Él me dio.
Ahora bien, después que oísteis su voz en medio de las tinieblas estando la montaña toda en fuego, os acercasteis todos luego a mí con los jefes de tribu y todos los ancianos diciendo: (...) “Acércate tú y oye lo que te diga Yavé, nuestro Dios, y transmítenos cuanto Yavé te diga. Nosotros lo escucharemos y lo haremos”. Yavé escuchó vuestras palabras, cuando me hablabais, y me dijo: “He oído las palabras que el pueblo te ha dirigido; está bien lo que dicen. ¡Ah, si tuvieran siempre ese mismo corazón y siempre me temieran y guardaran mis mandamientos para ser por siempre felices, ellos y sus hijos!” (...). Poned, pues, mucho cuidado en hacer cuanto Yavé, vuestro Dios os manda; no declinéis ni a la derecha ni a la izquierda» (Dt. 5, 22- 32).


Moisés es el transmisor del mensaje de Dios a su pueblo. ¿Será porque ningún otro tiene capacidad para tratar directamente con Dios? Dios es quien escoge y da la capacidad y los dones precisos para el desempeño de la misión que confía a cada uno. El temor a que Dios se refiere —disposición de temor para conmigo— es el amor que ha de llevarnos a no querer ofenderlo, para no perder su amistad y su gracia.


En Moisés, vemos representado al jefe de la Iglesia, encargado por Jesucristo de transmitirnos las leyes y las palabras de Dios. Es preciso, pues, creer en Dios y creer en su Iglesia como los israelitas creyeron y dijeron a Moisés: «Vete, escucha lo que el Señor, nuestro Dios, te dijere; Tú eres el que nos contarás todo lo que el Señor, nuestro Dios, te diga, y nosotros, oyéndolo, obedeceremos». Ésta debe ser también nuestra respuesta: escuchar a la Iglesia, creer en su Palabra —seguros de que es palabra de Dios lo que ella nos transmite— y obedecer: “Nosotros lo escucharemos y lo haremos”. Porque, así como Dios dijo a Moisés: “Levántate y ve a ponerte a la cabeza del pueblo, para que entren y se posesionen de la tierra que a sus padres juré darles” (Dt 10, 11), también dice a su Iglesia: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Así, la Iglesia es la mensajera de Dios para dirigir a su Pueblo por los caminos que Él mismo le trazó por medio de las leyes y de la doctrina que le confió. Y como los israelistas creyeron y siguieron las directrices por ser él enviado de Dios, así nosotros debemos seguir la orientación de la Iglesia, porque ella es, junto a nosotros, la enviada de Dios.

Y no vacilemos ni nos alejemos de ella, cuando veamos deficiencias en algunos de sus miembros, porque separadamente somos todos muy débiles y pecadores. Pero la Iglesia no deja por eso de ser santa: santa en las leyes y en la doctrina que Dios le confió, santa en su cabeza que es Jesucristo, su divino fundador y salvador, santa en el Espíritu Santo que la anima y asiste, y en la vida de la gracia que los sacramentos generan y alimentan.

En Moisés, Dios también encontró deficiencias y, en castigo, no le concedió la gracia de entrar con su pueblo en la Tierra Prometida. Pero él no dejó por eso de ser el escogido por Dios como conductor de su pueblo.


Como Moisés dudó, cuando hirió la roca del desierto como Dios le ordenara para que de ella brotase agua, el Señor dijo, a él y a Aarón: «Porque no habéis creído en mí, santificándome a los ojos de los hijos de Israel, no introduciréis vosotros a este pueblo en la tierra que yo les he dado» (Núm. 20, 12). Este pasaje de la Sagrada Escritura nos muestra cómo Dios quiere que creamos no sólo en su existencia también en la eficacia de su palabra. Moisés cumplió la orden que Dios le dio: hirió la roca como Dios le ordenó, pero con falta de fe y de confianza. Receló de que Dios hiciese el milagro prometido.

Por castigo, no entraría en la Tierra Prometida; mas la vio de lejos, como nos dice el texto sagrado: «Subió Moisés desde los llanos de Moab al monte Nebo, a la cima del Pasga, que está frente a Jericó; y Yavé le mostró la tierra toda, desde Galad hasta Dan, todo Neftalí, la tierra de Efraín con Manasés, toda la tierra de Judá, hasta el mar occidental; el Negueb y todo el campo de Jericó, la ciudad de las palmas, hasta Segor; y dijo Yavé: “Ahí tienes la tierra que juré dar a Abrahán, Isaac y Jacob, diciendo: ‘A tu descendencia se la daré’; te la hago ver con tus ojos, pero no entrarás en ella”. Moisés, el siervo de Dios, murió allí en la tierra de Moab conforme a la voluntad de Yavé. Él le enterró en el valle, en la tierra de Moab, frente a Bet fogor» (Dt. 34, 1-6)

Todo esto demuestra cuál debe ser la firmeza de nuestra convicción y la extensión de nuestra fe en Dios: hemos de creer en el poder inmenso de su palabra operante, en la sabiduría eterna de su ser, que es manantial de vida, en las leyes con que marcó nuestros caminos, en su obra creadora y redentora, en la palabra de su Verbo y en la doctrina que Él nos enseñó, en su Iglesia, depositaria de esa doctrina que su verbo le confió, en su misericordia, en su perdón y en su amor.

El principio de toda la vida espiritual es creer en Dios. Esta fe nos abre a las maravillas del ser infinito, nos hace encontrar a Dios en sus obras, vivir la vida de Dios presente en nosotros. Pues nosotros mismos somos pobres y nada tenemos, pero en Dios lo somos todo y nada nos falta.

La persona que cree en Dios es feliz, porque sabe que tiene un Padre que está en el origen y cima de toda paternidad humana. Ama a su Padre, descansa en sus brazos y vive para ese Padre, ¡que sabe ser Bondad, Misericordia, Perdón y Amor! Una sola cosa le pide Él, «fidelidad en la observancia de sus preceptos».


Dios hizo esta recomendación a su pueblo por medio de Moisés, que se apresuró a transmitirla a su gente, en estos términos: «El Señor [...] me dijo [...]: ve y diles: “Volveos a vuestras tiendas”. Pero tú quédate aquí conmigo y yo te diré todas las leyes, mandamientos y preceptos que tú les has de enseñar, para que las pongan por obra en la tierra que yo les voy a dar en posesión. Poned, pues, mucho cuidado en hacer cuanto Yavé, vuestro Dios, os manda; no declinéis ni a la derecha ni a la izquierda; seguid en todo los caminos que Yavé, vuestro Dios, os prescribe para que viváis y seáis dichosos» (Dt. 5, 28-33).


El hecho de ser Dios invisible no justifica la infidelidad de los que no quieren creer en su existencia. Dios creó, para beneficio de la humanidad, muchos seres invisibles, de cuya existencia nadie duda. El viento ¿quién lo vio? Oímos su ruido, lo sentimos cuando nos empuja, vemos sus efectos cuando sacude los árboles y los mares. Lo mismo pasa con el oxígeno, el hidrógeno, la electricidad; son otros tantos seres invisibles, que se utilizan para beneficio de la humanidad. ¡Pues bien! Antes de existir todo eso, ya existía Dios que los creó y formó de la nada. Y fue precisamente a esos seres invisibles a los que Dios comunicó mayor fortaleza: la energía eléctrica, los sonidos, etc.


Dios se manifiesta también en la conservación de los seres creados. Vemos que las realizaciones de los hombres son hechas sirviéndose de materias creadas por Dios. Y, con el tiempo y el uso, aquéllas se gastan, se deterioran y desaparecen. ¡Qué diverso es el destino de las
obras nacidas exclusivamente de la mano de Dios! Ved el sol: siempre con la misma fuerza, el mismo grado de calor, el mismo brillo, ¡siguiendo siempre la misma trayectoria que Dios le marcó! Así también la luna, las estrellas, los planetas, la tierra, los mares ¡y todo cuanto existe y fue creado por Dios!

Todo ha de permanecer, hasta que Dios así lo quiera, porque eso depende sólo de su querer omnipotente. Y ellos ahí están delante de nuestros ojos, testimonios irrefutables del poder, de la sabiduría, de la voluntad y de la existencia eterna de Dios.

No tenemos dificultad en creer que, en los tiempos pasados, existieran estos o aquellos hombres célebres porque la historia los menciona. Pero ésta también menciona la existencia de Dios, sus hechos, sus obras. Entonces, ¿por qué es que no creemos? ¿Acaso la Historia Sagrada será menos digna de crédito que la profana? ¿Los escritores sagrados serán menos verdaderos que los profanos?

Pues bien, aquéllos nos dicen:

«En el principio, Dios creó los cielos y la tierra» (Gén. 1, 1).

«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn. 1, 1-3).

«Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existían y fueron creadas» (Ap. 4, 11).

¡Ave María!