NOVIEMBRE DEDICADO A LAS ALMAS DEL PURGATORIO DÍA 25
El parentesco, la amistad y la gratitud, son titulos tan sagrados, que no se puede ni se deben olvidar nunca.
La voz de la sangre habla siempre al corazón, y se hace oír en este mundo no menos que en el otro.
Todos tenemos parientes aquí y allá: aquí están los vivos, allá los muertos; y a unos y a otros somos deudores de cierta caridad especial que la sangre reclama.
«Quien no cuida de los suyos, decía San Pablo, es un bárbaro, un irracional ingrato, peor que los salvajes moradores de las selvas».
Ahora bien; ¿qué almas pueblan el Purgatorio?
Escudriñémoslo con los ojos del entendimiento.
¿No son las de nuestros antepasados, que tanto se afanaron por dejarnos riquezas; las de nuestros padres, que tan solícitos vivieron de nuestro bienestar y felicidad; las de nuestras madres, que emplearon en nosotros toda su ternura; las de nuestros hermanos y las de nuestras amorosas Esposas?
¿No son aquellas mismas con las cuales estábamos unidos con los vínculos más estrechos, y que con nosotros formaban una misma familia?
¿Y será posible que cerremos los ojos para no ver su desdicha, y que no nos mueva a compasión su doloroso estado?
No es raro que se anteponga la amistad al parentesco, porque aquella suele adaptarse más a nuestra índole, y es hija de nuestra propia elección.
El parentesco dice relación al cuerpo, y la amistad estrecha las almas y las conglutina de tal modo, que se hacen indivisibles.
La muerte no puede ni debe apartarlas; cambia las relaciones de la amistad, pero no las destruye, pues si los amigos se hablaban en vida y se comunicaban de una manera material favoreciéndose mutuamente, separados por la tumba deben continuar los recíprocos oficios de su sincero cariño por medio de una memoria indeleble y fecunda en emplear los arbitrios de la Religión para conseguir la eterna bienaventuranza.
Quien abandona a sus amigos en la miseria es un desnaturalizado, es un impío.
«Amaba yo en vida con verdadera ternura a Teodosio, decía San Ambrosio, y él me correspondia con igual afecto, si la muerte me lo ha arrebatado, no por eso dejará mi amor de seguirle al otro mundo, ni le abandonará nunca mi activa piedad hasta que con mi llanto y oraciones le alcance la vida eterna».
He aquí, ¡oh amigos!, un ejemplo que habeis de imitar.
No solo por nuestros parientes y amigos, también por nuestros bienhechores debemos hacer especiales sufragios.
Los beneficios deberían imprimir en nuestro ánimo un sentimiento de eterna gratitud, pues merecer el renombre de ingrato es un ominoso oprobio cuando hasta las bestias se muestran agradecidas a sus bienhechores, y el ingrato se hace de peor condición que ellas degradándose sobremanera.
Y ¿quién hay que pueda vanagloriarse de no haber recibido beneficio alguno de los difuntos?
La conservación de nuestra vida, el alimento que nos sostuvo, la educación que cultivó nuestro entendimiento y corazón, los honores que ostentamos y las riquezas con que contamos para lo venidero, ¿no son otros tantos beneficios de los que nos han precedido en el camino de la eternidad?
Y ¿quién sabe si por haber hecho demasiado por nosotros están expiando en el fuego el desordenado amor que nos tuvieron?
Sería, pues, una ingratitud muy negra y muy cruel olvidar a los que nos amaron hasta el punto de merecer las penas del Purgatorio por el desarreglado bien que nos hicieron.
ORACIÓN
Dulcísimo Señor nuestro, ¡oh, cuántos títulos nos mueven y obligan a compadecernos de los difuntos!
Oblíganos la sangre con sus vínculos, la amistad con sus afectos, los beneficios con su correspondiente gratitud; y no hay en nuestro corazón sentimiento que no respire piedad y amor para con ellos.
Por tanto, con todo el anhelo de nuestros corazones os suplicamos que tengáis piedad de nuestros difuntos, y los saquéis de la cárcel de sus tormentos por aquella ternura con que en vida nos amaron, y los llameis a vuestra bienaventuranza a recibir el premio de su benéfico amor.
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