Se cuenta que un ermitaño llamado Juan Marín, que vivía en una cueva del desierto de Constantinopla, tenía un cuadro de la Virgen. Ahí acudían los moros que querían renunciar a su religión y las mujeres que veían un parto difícil.

Cuando el Gran Turco se enteró mandó matar al ermitaño pero no lo consiguió porque la imagen de la Virgen protegió al ermitaño y a los que estaban con el irradiando unos rayos que brotaban del rostro de la Virgen deslumbrando a las tropas musulmanas.

Cuando volvieron a atacar por segunda vez, el cuadro creció tanto que tapó la entrada de la cueva y con este tamaño quedó. El ermitaño decidió regresar a Nápoles, ciudad donde nació, llevándose el cuadro consigo. Lo entregó a un convento donde, con el tiempo, fue olvidado.

Cierto día, los monjes comenzaron a escuchar música misteriosa y cavando en el suelo apareció el cuadro. Los monjes se lo comunicaron a don Rodrigo de Luján, lugarteniente del Consejo del convento y a quien le hicieron su depositario.

Éste, tras un pleito ganado a los monjes que reclamaban su propiedad, se lo entregó a una hija llamada Jerónima que iba a ingresar como profesa en el convento de la Salutación de Nuestra Señora, más conocido como el Convento de Constantinopla.

El cuadro se hallaba en la iglesia del del convento de las Clarisas de Constantino. Se salvó en la guerra civil pero fue robado y el que hay en la actualidad, de reducidas dimensiones, es una copia.

Fuente: Santuarios marianos de Madrid
Por Federico Delclaux, José María Sanabria


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