23 SEPTIEMBRE - San Padre Pío.

Expresiones de amor y de devoción de San Pío de Pietrelcina a la Madre de Jesús y Madre espiritual nuestra.
Son muchas las enseñanzas sobre la Santísima Virgen que el Padre Pío impartió a sus hijos e hijas espirituales, tanto de palabra como con el ejemplo.

A una de sus hijas espirituales le decía: «María sea la estrella que le ilumine la senda; le muestre el camino seguro para llegar al Padre del cielo; sea como el ancla a la que se debe sujetar cada vez más estrechamente en el tiempo de la prueba» (Epist. II,373). Por tanto, confianza en María, medio seguro de salvación. «La Virgen María sea ella misma la que le alcance fuerza y valor para combatir el buen combate» (Epist. II,403).

A lo largo de su vida sacerdotal, el Padre Pío dejó innumerables estampas con un pensamiento autógrafo escrito al dorso que se refiere a la Virgen:
«La Virgen Dolorosa te tenga siempre grabada en su corazón materno».

«La Virgen Madre tenga siempre su mirada en ti y te conceda experimentar todas sus dulzuras maternas».

«María sea la estrella que ilumine tus pasos a través del desierto de la vida y te conduzca sana y salva al puerto de la salvación eterna».

«María te mire siempre con ternura materna, alivie el peso de este destierro y un día te muestre a Jesús en la plenitud de su gloria, librándote para siempre del miedo a perderlo».

«María esté siempre esculpida en tu mente y grabada en tu corazón».

Todos sabemos que en el dintel de la celda n. 5 del Padre Pío estaba escrito y está todavía este pensamiento de san Bernardo: «María es la razón total de mi esperanza».

El Padre Pío no dejaba pasar ocasión sin inculcar la confianza y la devoción hacia la Virgen bendita.

Año 1959. En estas breves palabras del padre Pio encontramos bellas perlas de luz y de amor a la Madre del cielo: “Estemos seguros – dice el Padre – que si somos constantes y perseveramos, esta Madre no permanecerá sorda a nuestros gemidos. ¡Es Madre!” (7 julio). Y de nuevo: “¿Quién puede darnos la paz? El Autor de la paz es sólo Dios y el canal para ofrecer esa paz es la Madre del cielo” (9 julio). Abracémonos cada día más en el amor a esta Madre y estemos seguros de que nada nos será negado, porque nada le falta a Ella, que tiene un corazón de Madre y de Reina” (12 julio). “Sabemos que esta Madre del cielo nos ama mucho mas de lo que nosotros deseamos, porque muchas veces nosotros - por desgracia - deseamos junto al bien también el mal. Esta Madrecita nuestra nos ofrece el bien y al mismo tiempo nos lo conserva si nosotros, con su ayuda, queremos imitarla” (16 julio). “No olvidemos nunca el cielo, al que tenemos que aspirar con todas nuestras fuerzas. Por desgracia el camino está lleno de dificultades. Pero apoyémonos en quién puede ayudarnos y quiere ayudarnos; el camino se nos convertirá en fácil porque tendremos quien nos protege, nos asiste y nos tenderá la mano, y ésta es nuestra Madre del cielo” (12 agosto).
San Pío de Pietrelcina enseñaba la piedad mariana a sus hijos espirituales, no sólo de palabra, sino sobre todo con su conducta. De su modo de comportarse nos quedan dos ejemplos admirables.

El primero es el tiempo, desde las 11 a las 12, que pasaba cada día en oración en el matroneo de la iglesia. Con el Rosario en la mano, sentado y con los brazos apoyados en el respaldo del reclinatorio, dirigía miradas llenas de amor a Jesús Sacramentado y a Nuestra Señora de las Gracias, representada en el espléndido mosaico. Los fieles, que abarrotaban el templo, seguían cada movimiento del Padre Pío y quedaban impactados por su fervor y su piedad. A las 12 en punto rezaba el “Ángelus Domini” con los fieles, impartía la bendición y bajaba al refectorio para encontrarse con los otros religiosos. Todos los que lo habían acompañado en el rezo, abandonaban el templo como enjambres de abejas, felices y contentos por haber rezado con un “santo” y haber recibido su bendición. Se sentían más ligeros y se daban prisa para otra cita del día, a fin de estar de nuevo con el “santo” y orar con él.
Esta segunda cita era la función vespertina, oficiada casi siempre por el Padre Pío. Arrodillado en las gradas del altar, delante de Jesús Sacramentado y a los pies de la imagen de Nuestra Señora de las Gracias, recitaba en primer lugar la “Visita a Jesús Sacramentado” y después la “Visita a María Santísima”. ¿Quién no recuerda la conmoción de su voz? ¿Cómo olvidar el “pathos” espiritual y místico que llegaba a crearse en todos los que seguían cada una de sus palabras? El punto culminante de la conmoción, en él y en los fieles, tenía lugar cuando el Padre, con un sollozo en la garganta, suplicaba: «Te venero, oh gran Reina, y te doy las gracias por todos los favores que me has concedido hasta el presente, especialmente por haberme liberado del infierno, tantas veces merecido por mí».

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